miércoles, 26 de diciembre de 2007

Y tras la cumbre...

Miro por la ventana con la cabeza borboteando y las neuronas apresurándose a empaquetar alfabéticamente todo el género de la temporada, para no empezar la nueva con asuntos pendientes; en mi cuarto suena la música, una canción que dice: "quizás la vida espera sobre la montaña". Me siento a escribir y trato de ordenar sobre folios o píxeles las adquisiciones espirituales y afectivas del año renqueante, como cada vez que un enero o falso renacer se deja ver en lontananza, pero en esta ocasión me desborda la cantidad de tareas, materias de mi ser, y ni sobre el papel soy capaz de recapitular o expresar cada una de ellas bajo una forma que conserve y manifieste todo su poder. La canción añade: "mientras yo espero...", y entonces comprendo mejor su significado, y sé también que no me atañe, porque no llego hoy ni mañana a cumbre alguna, sólo conquisto escalones que sí pudieran llevar a esa hipotética cima -que bien podría ser un abismo-, y entiendo que tampoco espero, no; sigo caminando sin aguardar a que esa vida venga a mí, porque al pie de la montaña sólo llegan las cosas en forma de alud y sepultan a quien no emprende nada.


¿Y cómo voy a obligar a la boca a recrear con sonidos todo aquello que el año me ha aportado si ni diez dedos lo han conseguido? Las vías de transmisión humanas siempre corrompen o sesgan los mensajes, qué le vamos a hacer. No sabría sacar íntegramente las sensaciones producidas por haber visitado nuevos mundos, paraísos, por haber hecho de ellos mi casa y sitio, por haber alcanzado una de las metas más costosas y emprendido un vuelo sin hilos, por haber encontrado un tesoro a los ojos de todos cuando había abandonado la búsqueda y ver cada día que sus riquezas no parecen tener fin. Y los recuerdos de todo ello, recientes e intensos, corretean libremente sin que quiera pedirles calma. Este peldaño contempla a los demás desde las alturas, sus baldosas se ligan con la certeza de la progresión y el ascenso; los próximos estarán cada vez más altos, y la cumbre será eso, una cumbre, pero sólo habrá una, al final, y el viaje a ella ya ha empezado, porque ahora conozco los rudimentos del vuelo y no miro hacia abajo, porque no voy solo, y las maletas casi vacías hacen que sea un viaje y no una huída.

Todo lleva el fantasma de lo irrepetible; es mejor surcar nuevos cielos que repetir eternamente. A todos, de corazón, un nuevo año lleno de paz y futuros e indelebles recuerdos.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Maldito duende

Cuando aún dudábamos de la impredictibilidad a la que se supone están sometidas las noches en Praga, recalamos voluntariamente en una lúgubre madriguera de cerveza -teórico manantial de inspiración para artistas y bohemios- conocido como Duende, por recomendación interesada de dos de sus dueños, un fornido cuarentón checo que se filtraba vodka como si de agua se tratase y un pusilánime y engreído ricachón de Washington. Era noche fría, como casi siempre, y la cercanía del río acentuaba la ferocidad del otoño, así que sin vacilar nos adentramos puerta a través hasta la primera sala del local, donde se establecía la barra, tras la cual se parapetaba una camarera de glóbulos rojos en duermevela, quien contemplaba con ojos entornados a la clientela. Ésta había conquistado todas las mesas de la primera estancia, que ya apuntaba maneras en cuanto a aleatoriedad decorativa, por lo que nos desplazamos hasta la segunda mediante un angosto pasillo empedrado que hacía las veces de túnel entre ellas. Bajo la seguridad del arco, escudriñamos antes de sentarnos el panorama que se había coagulado en aquel espacio y aquel tiempo, ambos de dificultosa catalogación, así como los seres que lo estaban digiriendo: un grupúsculo de angloparlantes en una de las cuatro mesas -la primera a la izquierda- y dos hombres de aspecto local en la que tenía a bien descansar al fondo a la derecha. Un coctel de osadía y desconfianza nos llevó a obviar la más cercana y acomodarnos sobre aquella que dormitaba junto a la pared más alejada de la boca que nos había vomitado en ese inclasificable rincón de Praga. Al punto acudió la camarera de la sonrisa enclaustrada, a quien ordenamos dos tragos rubios. Durante su lenta escancia observamos las composición de las paredes ocres que soportaban la baja bóveda: de ellas colgaba graciosamente una colección de imágenes y tallas de naturaleza dispar… un Buda sonriente, una foto de Bruce Lee pintarrajeada, un lienzo colorido gobernado por una virgen indígena que charlaba por un teléfono móvil, un tapiz de Jesucristo amontonando ovejas, unas cortinas de esparto moteadas de pavos reales, un puzle de sus Satánicas Majestades… Nos sirvieron, y entre tanto estudiamos con atención a los dos hombres que conversaban no muy lejos de nosotros, claramente sometidos a la tiranía de las muchas cervezas que sus hígados venían soportando aquella noche. El uno, de unas tres décadas de edad, hablaba con vehemencia al otro, de medio siglo como mínimo, quien callaba absorto sin parecer escuchar la verborrea de su interlocutor y solo asentía de cuando en cuando, probablemente por palabras que ya resonaban en el interior de su mente. Reparamos en que en la única mesa desocupada, donde reposaban tres vasos y sus correspondientes últimos tragos olvidados, se había entronado un joven de aspecto desaseado bajo el embrujo de alguna sustancia perseguida por la ley, el cual se hizo cargo de aquellos tres posos de cebada y volvió a ser engullido por el túnel. Acto seguido, el más joven de los dos vecinos se arrastró hasta nuestra mesa balbuceando en checo, traduciendo después ante nuestros rostros de incomprensión: quería lumbre para prenderse un cigarrillo. No pudimos proporcionárselo, y regresó a su sitio con torpeza, disculpándose exageradamente por haber disturbado nuestra velada. No nos sorprendimos del todo cuando le vimos extraer un mechero del bolsillo de la chaqueta y procurar pira a su cigarro, pero si temimos por la integridad de su compañero cuando trató de encender el que le correspondía a él, confiando en su pulso oscilante, a punto de aplicar la llama a la luenga barba del amigo en vez de al extremo del quebradizo cilindro. Controlamos las risas al tranquilizarnos la extinción del fuego, mientras el joven de la higiene distraída regresaba para dar vida a su marihuana liada en un papel con el vértice incandescente de una de las velas allí congregadas. En la mesa que antes había esquilmado estaban ahora dos hombres algo mayores que nosotros, contemplándonos con ojos pícaros e intenciones no exentas de lascivia, y el más anciano de los vecinos despertaba a su lengua del letargo y gritaba casi a su colega, sin que entendiéramos el motivo de su enfado ni el contenido de sus reproches. Pidió un café, aparentemente harto de la cerveza, para dejar otra vez en coma sus cuerdas vocales y retomar el gesto triste del artista que ha perdido su motivación o su musa. Desaparecieron los observadores de la acera opuesta pero regresó el adorador del cannabis, aún mas hechizado por él, y tras enojarse inexplicablemente con las cortinas de pavos reales, que todavía no habían abierto la boca o las costuras, se colocó una bolsa de plástico en la cabeza y se esfumó, para volver al poco y sentarse a leer un periódico con deficiente atención. En ese instante mi compañero y yo nos miramos, y sin añadir palabra fuimos a la barra, abonamos nuestras cervezas -más caras de lo habitual por una especie de impuesto sobre la inspiración- y nos dejamos caer sobre la acera helada, parpadeando confusos sin saber muy bien qué clase de vórtice espiritual habíamos tenido a bien visitar aquella noche que así comenzó.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Los países majos

He hallado, en un rincón del continente, una aproximadísima recreación de la vida idílica que podría describirse en cualquier novela de ficción, y es real, sí, vívida y fehaciente; existe. Sólo he paladeado una porción de tan suculento pastel, Groningen, y he regresado a las heladas estepas de centroeuropa con ganas de empacharme de él en cuanto me vaya de aquí. Nunca es desagradable volver a Praga, por supuesto, pero tras integrarme entre los holandeses los checos me resultan aún más incomprensibles y deshumanizados, como máquinas irascibles programadas para no excederse en gentilezas o buenos gestos. Allí sólo me encontré caras amables, sonrisas, hospitalidad, angloparlantes y modales refinados. ¡Así da gusto! Las ancianas te tratan como si fueras su propio nieto, hasta el más rudo vendedor ambulante te desea buen fin de semana, y seguro que los maleantes -si los hubiere- te atracan con un por favor adelantado y gesto dulce. Se mastica tranquilidad por sus calles, armonía, todo es una maquinaria engrasada con la lógica del bienestar, y parece funcionar de maravilla, según pude comprobar. Las bicicletas tienen tomada la ciudad, son una plaga benigna que añade sabor al entorno, lo embellecen con su desordenado modo de amontonarse en cualquier farola o esquina, y lo desintoxican de humo y ruidosos vehículos. De todas las drogas que circulan por Gronigen atropelladamente como los glóbulos rojos de un hemofílico, la más placentera debe de ser seguro la de pedalear, que viene a ser causa y efecto en sí misma. Sin dos ruedas y un sillín no eres nadie, sólo un lento peatón entre balas de aluminio. A las afueras se encuentra un lugar digno de mención y reiteradas visitas en todas las estaciones, pues en cada una ofrece un aroma peculiar e inimitable: este lago, inmenso, que muestra la fotografía. En otoño se componen sobre él unos atardeceres incandescentes que poco tienen que envidiar a la luz emputecida de la Praga crepuscular, y el aire desatado durante el ocaso provoca en la hierba crecida de su ribera un engolfamiento parecido al del Moldava a la altura de la Isla de Kampa. Un paraíso auténtico, una ensoñación, sólo se comprende sentado junto a él, especialmente a la sombra del molino que lo vigila minuto tras minuto. Aquí poco podría añadir sin quedarme corto en la evocación de su magia. Es una pieza más de un cautivador asentamiento humano, pero de humanos empeñados en desprenderse de las más deleznables actitudes de su condición. Imagino que a quien lea esto le entrarán ganas de acercarse a visitarlo, y no dudo que los disfrutará, pero he de reconocer que se me hinchan los dedos con apetitosas palabras, porque descubrirlo junto a alguien que ya lo conoce y lo aprecia profundamente hace de la visita algo todavía más trascendental y delicioso, y si dicha guía tiene demás la manía de hechizar sistemáticamente todo cuanto pisa o maneja, se salta al territorio de las experiencias imborrables. Pero puedo asegurar que nadie desterrará de sus recuerdos una incursión por Groningen, aunque aviso que tiene un peligro latente; es como el Amazonas, si uno va, es posible que nunca vuelva de allí.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Destino de madera

En Praga los rincones gestionados por la muerte también conservan la belleza de cualquier otro espacio construido para la vida. Este cementerio de Vinohrady lo demuestra; aun siendo un oasis de aniquilación destila imponentes efluvios de existencia, es un ente tan integrado en la urbe como al margen de ella. Las tumbas son auténticas piezas de arte, desde las más mugrientas hasta las que yacen sobre el humus sin dejarse leer epitafios ni fechas sobre el propietario que ya nada puede poseer. Estas dos me parecieron especialmente imponentes, más que los pequeños mausoleos o las que iban acompañadas de bustos del finado. Sobre todas ellas se extiende una maraña de ramas y hojas, un laberinto de savia que se inyecta en el suelo donde un submundo de cadáveres aguarda, quizás alimentándose de ella. Beben del jugo de la naturaleza pura que los cubre y oculta. Todo el camposanto se rinde a la penumbra de los vegetales; los árboles forman cúpulas mohosas, odiadas por el sol, y a sus pies se arremolinan hongos de aspecto inocente, sin duda germinados con la semilla de la muerte, que también se adhiere a las hojas secas desterradas por el otoño, las que cubren cada rincón, cada sepulcro, cada avenida de cuerpos sepultados. Es un manto ocre que adopta el color de la propia piel humana al volverse inútil, pudrirse, compuesto al tiempo por el verde de otras tantas hojas sanas que por alguna razón yacen junto a las caídas. Imitan el ritual humano de visitar a los ausentes, calcan la costumbre global de no ignorar a los que no pueden ver ni ser vistos. Tras unos minutos entre la sombra y la escala de grises y pardos, se confunden todos los elementos: la piedra, el mármol, el frío, la tierra, la carne invisible, los fluidos reemplazados... Entonces uno concibe el entorno como eso, un ser con algo parecido a la vida que se compone de muerte y putrefacción. Con todo, la sordidez del óbito se diluye aquí con tremenda facilidad; es un paisaje más, idílico y tenebroso a la vez, mezcla que en realidad lo hace más apetitoso. Cuando salí por la puerta desvencijada, todavía conmovido, varias piezas del rompecabezas que se desplegó en mi mente al llegar a Praga fueron agrupándose. Nadie quiere abandonar gratuitamente la ciudad, sustrato o atmósfera; todos se quedan, en especial los muertos, quienes asimilan la calidad de la madera del devorador de carne que los hospeda y se transforman, creando arboles, naturaleza con alma humana, y reemprenden el proceso de todo ser. De sus ramas y troncos se extrae después la materia prima que da lugar a las omnipresentes marionetas, humanoides articulados de gesto inmutable que no son sino la reencarnación favorita de los lugareños. Sí, es poco lógico vivir con la perpetua expresión hierática de una marioneta y tras fenecer desear ser una de ellas al cien por cien. Son muy tradicionales, pero no se dan cuenta de que una vida de madera enmohece el alma. Ésa podría ser una explicación a su hosquedad. Por otra parte, los visitantes de Praga se contaminan sin saberlo de esta vorágine de cuerdas y texturas vegetales; esa sensación de flotar que se tiene al deambular por la ciudad es simplemente la que padecen los títeres cuando son manejados por dedos ágiles y periciosos. Praga es simplemente el teatro de marionetas del mundo, un rincón plagado de escenarios que sólo tienen cabida en los relatos fantásticos, y por ello estar aquí es un cuento de hadas de final aleatorio, una representación inevitable ante la que hay que rendirse. Quien quisiera que creara nuestro hábitat era seguro un docto titiritero, poco precavido también, pues aunque reservó un espacio para su afición, se le quedó pequeño, y por eso siempre acaba enredando todas sus marionetas entre sí. Probablemente ahora tenga cuerdas en mis dedos y no esté escribiendo con plena consciencia, pero al menos estas hebras invisibles no me amordazan las manos, ni lo harán.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Héroes Del Silencio

Hace once años proclamaron, sin que les creyésemos, que volverían en la gira del próximo milenio. No hallábamos posos de café que auspiciaran su reagrupación, y en efecto transcurrió una década de angustia e incertidumbre que confirmó los fantasmas de su desaparición. Pensábamos que efectivamente nos habían olvidado, pero cuando habíamos perdido la esperanza hallada en su propia fuente, reaparecieron, en la ciudad que los vio surgir y hacerse grandes, a orillas del Ebro, en el día más señalado. Volvieron para desterrar nuestro hastío melódico, para ponernos fuera del alcance del bostezo universal, donde bogábamos casi exánimes y estancados. Verlos era una de las cosas que nos quedaban por hacer.

Aquel día 12 de octubre comparecimos con antelación y nervios en el lugar de tan señalado evento, en nuestro sitio, para sacarnos nuestra espina. Dos horas y media antes del inicio de la magia ya estábamos allí, las dos horas y media más largas de nuestras vidas, que darían paso a las dos horas y media más cortas de las mismas. Me había jugado varias cenas a que no volvería de Praga hasta bien entrado el próximo año, pero perdí mi apuesta por el rock and roll. Mereció la pena el viaje y la espera.

A las nueve de la noche se apagaron las luces y la gente empezó a darse cuenta de lo que estaban a punto de presenciar. Unas pantallas mostraron las siluetas de los héroes al trasluz, moviéndose con parsimonia, mientras sonaban las guitarras de El estanque. Y entonces se alzaron y los vimos juntos por fin, sobre un escenario, poniéndonos la piel de pollo. Cinco figuras que no habían perdido la magia de sus manos y cuerdas vocales. Comenzaba el espectáculo.

Tras una traca de temas inolvidables, con una Sirena varada que nos conmovió a todos, Bunbury se acercó al micrófono para pedirnos un interceso; su voz estaba amenazando con decir adiós prematuramente. Todos palidecimos, pero el héroe volvió enseguida con más fuerza y, desde la pasarela que dividía al público en dos sectores igual de entregados, continuó deleitándonos con baladas supremas como La herida.

Al poco se volvieron a retirar y el público rugió enfervorizado pidiendo más acordes, redobles y alaridos. No era suficiente. Todavía faltaban algunas joyas de su extensísimo repertorio. Retomaron el camino al escenario y, entre aludes de aplausos, pusieron toda la carne en el asador, con malditos duendes, iberias sumergidas y tierras entre las que instalarnos, si bien poco duramos allí, pues nuestro ascenso hacia algún tipo de limbo fue instantáneo. Y en el clímax desaparecieron una vez más. Entonces tragamos saliva con gesto descompuesto suponiendo aquello el final, pero no nos rendimos. Un ‘Héroes, Héroes’ brotó de cada garganta allí congregada, y las palmas ardieron al chocar entre sí tras el segundo y último regreso. Fue en ese momento cuando toda luz dejó de brillar y las gradas se tornaron un mar negro salpicado de mecheros, miles y miles, formando constelaciones, encendidos por una chispa adecuada que fue, simplemente, inolvidable.

Y por desgracia se empezó a perfilar el ocaso de tan memorable actuación, un auténtico tesoro que almacenamos en la alacena de nuestras mentes, que al atisbar el final enfermaron de desdicha, como presas de virus, abandonadas en brazos de la fiebre, temerosas por no haber recibido bendiciones o flores de loto que hicieran rodar su fortuna.

Se fueron de súbito. Nunca fue tan breve una despedida, ni quisimos creer que fuera definitiva. Se desvaneció el sueño. Intentamos volver a él en vano, y en ese instante deseamos morir de siesta para revivir aquella experiencia impagable. La música dio paso al silencio que nos hizo enmudecer durante horas. Sin palabras.

sábado, 6 de octubre de 2007

Praga, la joya de la corona

Por fin, escribo unas líneas desde la inmaculada y bella ciudad de Praga. Decía Goethe que era la piedra más preciosa de la corona de las ciudades europeas, y se quedaba corto. Aquí todo se saborea: las calles empedradas como serpientes infinitas, los tranvías nerviosos, la lluvia traicionera y, por supuesto, la cerveza. Es el caldo vital de toda su actividad; estoy convencido de que el río Moldava, que divide la urbe perpetuamente, es pura y densa cerveza negra. Nada más poner pie en Praga, se percibe un evidente acogimiento, que sin duda surge del visitante, pues los anfitriones desprecian sistemáticamente a todo aquel que no habla checo a nivel de catedrático. Aquí el frío es inversamente proporcional a la simpatía. Es más fácil ver el sol huidizo que una sonrisa o un mínimo gesto de calidad humana. Incluso entre ellos se tratan con cautela, miedo quizás, como si demostrar afecto o alegría fuera un delito penado con cien latigazos. La gente joven, al menos, se muestra más hospitalaria y familiarizada con el inglés. Pero volviendo a la ciudad en sí, es difícil objetar algo. Praga es un lugar hechizado que emana auténtica magia, sortilegios que se inyectan en quien la recorre como una dulce dosis de sosiego. La ciudad encantada. Además del jolgorio o la dicha, parece estar prohibida la fealdad; no hay calle del centro y muchos otros barrios que no tenga una hilera de casas impolutas y llamativas, cada una distinta de la siguiente y la anterior, con un patrón tan poco armónico a veces que eleva el conjunto a una maestra creación. En los rincones se amontonan los hechizos que sin duda levantaron Praga. Es casi alucinógeno ser la savia de sus calles. Los lugareños, tras su rictus impenetrable, deben de padecer lo mismo, aunque lo disimulan muy bien. Según veo, está más de moda pasear con un perro miniaturizado de ojos saltones entre los brazos, o en una bolsa de viaje, donde sea excepto en el suelo azabache, como el resto de los perros del mundo. La próxima vez que salga al exterior haré como ellos, intentaré ocultar con caras de perro la ilusión de vivir aquí, y con suerte alguien me cogerá en brazos y me paseará de lado a lado.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

La sinuosa senda de la pluma

Preguntando se llega a Roma, decían. Y también al origen de las estirpes, digo yo ahora. Aprovechando el estío y las reuniones familiares, he indagado en tiempos pretéritos, concretamente en los menesteres de mis antepasados inmediatos, y he descubierto el por qué de mi afición por la palabra; esa mosca no me picó a mí, yo sólo he heredado el delicioso veneno de manos de quien sufrió la picadura. Por él empiezo a desentrañar esta saga -someramente, eso sí -, ya que fue el primero y el más ilustre.

Mi tío tatarabuelo, Modesto Sánchez Ortiz, natural de Aljaraque, fue un conocido periodista de finales del siglo XIX. Publicó varios libros sobre esta práctica, y aunque seguramente hizo muchas más cosas de las que he podido averiguar, sí ha trascendido la más notable de ellas: el por entonces presidente del Gobierno, Práxedes Mateo Sagasta, le recomendó como director al Conde de Godó, propietario del periódico La Vanguardia, y éste aceptó. Por entonces era poco más que un diario caciquil que publicaba avisos de prensa, y gracias a su docta mano empezó a convertirse en lo que es ahora. Tras acceder a la dirección en 1888 comenzó a hacer de La Vanguardia un periódico moderno y profesional, más alejado de la política, e incluyó como colaboradores fijos y esporádicos a intelectuales y artistas de la época, entre los que figuraba el ilustre pintor Santiago Rusiñol, buen amigo suyo, quien le pintó el siguiente retrato, allá por 1898.

Abrió sus páginas a todas las manifestaciones artísticas y a las personas más representativas de la sociedad, creando una nueva filosofía de trabajo que sus sucesores fueron perfeccionando hasta terminar de hacer La Vanguardia un diario al nivel de los más ilustres. Con la cautela de quien no ha visto con sus propios ojos, me atrevo a decir que realizó un meritorio trabajo.

En él empieza la dinastía periodística, pero lógicamente no acaba. Su hermano menor, mi tatarabuelo, Gerardo Sánchez Ortiz, también se dedico a la disciplina. Fue periodista, corresponsal de varios periódicos extranjeros, franceses y portugueses sobre todo, y uno de los fundadores de la Asociación Nacional de la Prensa. Al final de su vida cultivó una curiosa manía: mientras leía un libro, tras finalizar una página, en vez de pasarla y unirla al montón de las ya vistas, la arrancaba sin contemplaciones.

Su primogénito, mi bisabuelo, Modesto Sánchez Monreal, fue precisamente vocal de la Asociación de la Prensa, además, como no, de periodista. Creó la agencia Notisport, de temática deportiva, y la agencia de noticias Febus, la cual, tras unirse a la agencia Fabra, dio lugar a la por hoy todos conocida agencia EFE. Algunos niegan este punto de partida, y añaden que se llama así por ser ésta la inicial del nombre y el apellido del Caudillo, pero según he leído, tomó esa denominación al ser la primera letra de las dos agencias que la originaron. Así mismo, fue redactor del prestigioso periódico La Voz, al igual que de su versión vespertina El Sol. El carácter deliberadamente liberal de la publicación le costó la condena a muerte, aunque afortunadamente sólo pasó unos años en la cárcel. Su hermano Fernando, sin embargo, sí fue asesinado. Era también periodista, el otro fundador de Febus, y padre del hoy famoso presentador y escritor Fernando Sánchez Dragó. La hermana de mi bisabuelo, Alicia Sánchez Monreal, no siguió los pasos de sus dos hermanos, pero dio a luz a la conocida escritora Lourdes Ortiz.

Y por último, desmenuzando los estratos que sí he tenido la suerte de conocer, revelaré que mi abuelo -de nombre Modesto, como os podéis imaginar- fue también periodista, aunque ejerció sólo de colaborador, en periódicos como Las Provincias. Si bien mi madre, aun siendo amante de las letras, optó por la filología, mi tía y madrina sí continuó la tradición, y hoy trabaja en el gabinete de prensa de una conocida empresa nacional. No, ella no se llama Modesta, si es lo que estáis pensando.

Y yo, pues… tengo este blog.


Por el momento…

jueves, 13 de septiembre de 2007

Botellazo al dios de las palabras

¡Qué tiempos aquellos del dardo en la palabra de los que nos hablaba Lázaro Carreter! Y me expreso en términos de añoranza no porque haya desaparecido dicho fenómeno de ninguneo lingüístico -que de hecho persiste con mayor ferocidad- sino porque hoy en día ya no supone una práctica aislada; ahora también está de moda ignorar directamente la palabra escrita, mantenerla presa bajo las tapas de pasta que hacen las veces de celda. Sí, leen menos que nuestros congéneres de la edad pétrea.

Y no mire hacia otro lado ahora que ha emprendido la lectura de este texto, como si la cosa no fuera con usted. Ha de saber, siendo sincero, que catar las delicias gráficas de esta argumentación no va a catapultarle a la dimensión de los lectores asiduos si hasta ahora pertenecía al bando contrario -que se haya masificado y felizmente poblado por los detractores de la pluma-, pero al menos le servirá de guía hacia ella. Vamos, no sea tímido. No pierde nada por probar, nunca lo sabrá nadie mientras usted sepa guardar el secreto, aunque si algún día se enteran los miembros de su congregación anti-lectora, dese por muerto o exiliado. Ellos no quieren traidores entre sus filas, pero nosotros, que hemos leído sobre la condición del alma y sus miserias y vivimos del arrepentimiento ajeno, sabemos comprender tanto nuestras posturas como las suyas. La inquietud humana es vegetal un día y gregaria al siguiente. Si ya ha llegado a este punto, mis más sentidos pésames por su pasado y efusivas felicitaciones por su futuro. Acaba de pisar el camino que le conducirá a un maravilloso paraje.

En la sociedad ultramoderna del siglo en vigor, leer un libro está tan mal visto como acuchillar una res en la cultura de Yahvé, si bien allí acarrea la muerte y aquí ser torturado y calificado de rata de biblioteca, lo que es bastante peor. Ha de saber que si lee, sólo emulará a esos mugrientos roedores cuando olisquee entre algunos de los libros que versan sobre el detritus de la raza, tema del que tantísimos autores han hablado desde que aprovecháramos la prensilidad del pulgar para enarbolar instrumentos de escritura. Quizá se sienta sucio, sí, pero entonces notará grandes ansias de sumergirse en otros mundos más amables y almibarados. Puede comenzar cautelosamente con pseudo-universos lingüísticos como el del best-seller, si bien no debe cometer el error de presumir de ello, pues lectores verdaderos y no lectores lo consideran un ejercicio deleznable. Úselo para acostumbrarse al fluir de las letras, para habituarse al ritual de acudir a la lectura antes de acostarse o simplemente para concebir la mesilla de noche como el lugar idóneo para acomodarlo. Introdúzcalo en su cartera o mochila y paséelo, sienta su peso, pero si le preguntan qué lleva, jamás diga la verdad; las respuestas han de ser “nada”, “otro objeto” o “el último de García Márquez”, por ejemplo, siempre dependiendo de quién le interrogue. Empezar de este modo es sencillo y peligroso. Ahora bien, no tenga la desfachatez de llamar libro a eso que sujeta ni de autoproclamarse lector; cuando entre en nuestro cosmos entenderá por qué.

Un libro de verdad jamás le entregará sus secretos tan hartamente masticados y refritos; es un ejercicio de asimilación y comprensión. Si no lo entiende, tranquilo, suele pasar. Los libros son como las medicinas, no afectan por igual a todo el mundo. La magia reside en su capacidad evocadora y de absorción mental, en la facilidad con la que nos puede enviar a un lugar lejano o a otro inexistente de tintes hiperrealistas. Esta positiva y plausible enajenación supone un excelente modo de quitar la herrumbre a nuestros anquilosados intelectos, tan avezados a la ley del mínimo esfuerzo, una digna escapatoria hacia los deliciosos lares de la memoria, que en ocasiones se tornan dolorosos e insoportables. Es cierto, los libros son armas de doble filo; tan pronto nos lanzan del tenue enamoramiento al paroxismo emocional como remueven lo más sórdido del pasado y nos hacen naufragar. Hay que tener valor para afrontar el reto, pero no se eche atrás por esto; vale la pena. Usted mismo me dará la razón cuando, al terminar una gran obra, la apoye conmovido sobre el pecho y lamente mirando al vacío su corta extensión, pues incluso mil páginas pueden parecer diez -y viceversa-.
Quien lee repite, y quien se limita a la experiencia única adolece de calidad de ser racional. Tamaña falta de anhelo intelectual nos aproxima al mundo de los anfibios, insectos y demás entes mediocres en cuanto a propósitos espirituales. Es peor leer solamente una vez que no leer jamás. Cuando usted se sumerja en alguna historia y pase las páginas obnubilado, odiará a su jefe, a la televisión, al fútbol y a su rutina por haberle sustraído tantas horas de lectura. No tema, hay tiempo para todo. Nunca es tarde para empezar a contrarrestar la desertización cognitiva. Y, por supuesto, en ningún momento se avergüence de esta loable afición. Si supera el miedo a ser descubierto con un ejemplar de El Quijote o La colmena entre las manos, inmediatamente hallará un nuevo placer o pasatiempo: convencer a esos aburridos para que derroten al hastío mediante la literatura y el ensayo.

Ahora le dejo solo, pero tranquilo, es fácil no salirse del camino si uno así lo quiere. Coja un libro, léalo, paladéelo y reincida como si fuera un delito emocionante. Y mime la palabra. No más dardos ni botellazos, por favor.

lunes, 27 de agosto de 2007

La luz del jardín

¿Dónde pretende irse ese verano del que hablaba en la anterior entrada? No lo reconozco con su máscara de lluvias, tempestades y temperaturas reptantes; parece haber declinado, ahora es tan sólo una estación gemebunda a merced de la siguiente, el otoño, que ya enseña los dientes. A pesar de su prematura languidez, ha sido próspero y fructífero -de ahí que este páramo haya pasado dos meses en él regazo del olvido-. Todos acaban teniendo algo especial, sí, pero algunos dejan marcas indelebles en retinas, mentes, corazones y estómagos, marcas que no vuelven a repetirse por ser únicas. Lo mágico reside en la novedad, la primera experimentación. Un lugar nunca es tan hermoso la segunda vez, y si nos lo parece es un error, provocado por la dulce influencia del remanente que nos queda tras el primer contacto con él. Y querríamos volver una y otra vez a aquellos lugares, con aquellas personas, y cuando de nuevo estamos allí cerramos los ojos con fuerza y deseamos sentir lo mismo que al conocerlos, sin éxito. Pero regresar es revivir la sensación, y puede resultar igual de gratificante. Lo bueno de los lugares es que no se mueven de su sitio, no desaparecen, aunque también es una merma de su valor; si cambiasen tanto como las personas los perseguiríamos con idéntico tesón.

Al final todos buscamos levantar un jardín afectivo con las flores más valiosas. De vez en cuando hallamos una especialmente llamativa, esbelta, con un aroma desconocido capaz de endulzar el aire enrarecido dejado por las flores putrefactas, e intentamos cortarla para plantarla allí donde mejor la podamos observar. Esta maniobra es tan cotidiana como comprensible, pero arriesgada y egoísta si dicha flor no ha alcanzado aún su máximo esplendor. Entonces lamentamos haber intentado arrancarla de su hábitat, donde crecía y relucía, y la volvemos a plantar cuidadosamente, con miedo a que se quiebre. Después nos sentamos lo más cerca posible a mirarla, evitando la tentación de tocar sus pétalos aterciopelados, su tallo enhiesto, sabiendo que se podría marchitar al manosearla. Pero hasta de lejos nos embriaga la vitalidad que desprende, y aspiramos su perfume, o lo recordamos, igual que los instantes en los que la teníamos entre las manos, y aunque añoramos la dicha que nos producía, nos conformamos con verla brillar en su mundo. Algunos sólo las recopilan por vanidad; otros lo hacen por cuidar la flor, asumen la responsabilidad de mantener un tesoro de la naturaleza, se esfuerzan por dar lo mejor de sí para que no le falte de nada y brille hasta el final. Eso los convierte en afortunados. Sólo esperan que las flores tan bellas no sepan guardar rencor por el originario acceso de autocomplacencia.

En verano siempre descubrimos alguna...
En otoño la añoramos...
En invierno aún más, y contamos los días que faltan para la primavera...

domingo, 1 de julio de 2007

Desvarío estival

- Toc, toc...

- ¿Quién es?

- El verano

- ¡Joder, ya era hora!


Y sé que es él porque los grillos han perdido el miedo a la noche, porque el sol ningunea a la luna y sus reflejos de plata, porque la piel insiste en no ser cubierta, porque algo me conmueve continuamente. El verano es la sensación de no estar haciendo nunca lo suficiente, y al mismo tiempo de saber deleitarse con la más nimia experiencia. Percibo el rumor del mar a miles de kilómetros, tentándome, a la quietud de las cumbres, obrando igual, a los parajes recónditos de la naturaleza, invitándome, a las estrellas que se esmeran en duplicar su fulgor. Y el verano es tener tiempo para someterse con gusto a todos estos extraños influjos que se desatan súbitamente tras un insoportable letargo tan extenso como desquiciante. Pero tantos segundos de ofrenda invitan a pensar, meditar, a repasar mentalmente el camino que nos ha llevado al clímax del año, al goce simple y efímero. Es, efectivamente, ese estado de conmoción casi perpetua, de hipersensibilidad a los estímulos, de incerteza y confusión por no poder reconocer la mayoría de ellos, el sentido de desorientación parcial, el por qué eterno. ¿Por qué? Esa es la pregunta más formulada en mi ser, y aunque se repita hasta la saciedad, suele ser la cuestión más absurda, retórica e irresoluta de todas. Porque cuando hay tiempo para cavilar sobre lo que ha de ser reflexionado, hay también retorcidos accesos de dolor e incertidumbre, los que acarrea la ausencia de respuestas y conclusiones. Y es que cuando pienso y me pregunto y no hallo contestación concluyo: no podemos ser la razón de todo esto. Y si no somos eso, entonces no somos nada.

martes, 22 de mayo de 2007

Lo más probable es el adiós

Cuando ellos se quedaban quietos y abrazados, el mundo los usaba de vértice para poder girar. Era la doble condena; soportar otro peso, además de la distancia, y favorecer al tiempo que cuanto estaban juntos corría a grandes zancadas y al separarse volvía farragoso el caminar. Los brazos suyos apenas habían aprendido a anudarse entre sí durante los dos años que habían transcurrido desde aquel día gélido, cuando se fundieron por primera vez junto al puerto moteado de gaviotas y melancólicas sirenas roncas, junto al barco que ahora, como tanta otras veces, le devoraba a él para vomitarlo en un puerto distinto y vacío, un puerto sin ella. Sabían muy bien que después de cada encuentro lo más seguro era el adiós.

Desde la cubierta agitaba su mano casi desmayada, y ella, cariacontecida, abandonada en el muelle, repetía el gesto. Los movimientos eran precisos, calcados, como los dos mundos de un espejo, y parecían imitar la rutina de eliminar el vapor desplegado en la superficie para verse bien, porque mirándose el uno al otro se veían a ellos mismos en realidad -ya habían alcanzado la máxima dimensión del amor-, y parecían también decir algo, decían: «No, no te olvidaré».

Los estibadores, ajenos a la despedida, arrastraban pesadas cajas mohosas sobre el suelo empapado, y el gentío rumoreaba incomprensiones a gran volumen. Ninguno, ni al unísono, superaba el ruido que el silencio entre ellos les generaba en sus mentes. A él se le ocurrían decenas de cosas para gritar desde la altísima barandilla, a ella también, mas no lo hacían, porque creían haberse dicho todo ya. Lo que nunca, jamás se decían, era «Adiós», pues pronunciarlo suponía asegurar: «Ya no volveremos a vernos». La palabra más probable ni siquiera formaba parte de su vocabulario.

Se abrazaban, se besaban, y el último beso lo guardaban siempre para la próxima vez. Cada una de ellas, según subía por la escalerilla, iba recordándolos todos, pues olvidar uno solo era para él como tragar puñados de ceniza.

jueves, 17 de mayo de 2007

La nula indulgencia de Cronos

Cargarse otro año a las espaldas es una mera conclusión del anticipo que recibimos varios meses antes; no llegan de pronto los achaques, no se desvanece súbitamente la memoria, pero pesan cada vez más, aunque evitando cumplirlos en vano, siempre rodeados de quienes allí han de estar, y sin bajar la vista por miedo al rostro deslumbrante del futuro, suponen pasos correctos. Nada cambia, sólo dígitos superfluos en documentos o preguntas de rigor. Sí, veintitrés primaveras, veranos, otoños, inviernos, 1200 semanas, más de 8000 días... desde lejos todo parece más monstruoso. Ahora no es para tanto.


Uno se siente igual que el día anterior a su cumpleaños. No obstante, echando la vista atrás se puede ver la evolución del ser que todos sufrimos y, al menos en mi caso, las cosas positivas del pasado suelen prevalecer sobre las que provocaron algún mal. Bueno vale, ahora me fallan las rodillas cuando subo las escaleras del metro, se me ve el cartón, el lumbago asoma el hocico e incluso se me agota antes la paciencia, pero también aparecen nuevos aspectos que imprimen ilusión a todo.


Noto que he ganado en observación, que mi modo de aprehender y analizar se ha enriquecido, veo más allá, más matices, y aprendo a valorarlos. El otro día fui capaz de disfrutar al ver a una anciana comiendo un helado con avidez mientras caminaba casi a trompicones hacia un banco, donde se sentó a dar buena cuenta de él y pasar el rato. Reconocí su actitud como una de esas 'pequeñas cosas' a las que cada vez doy más importancia, como leer tranquilamente en la calle y levantar la vista para contemplar a la gente mientras pienso cuántas historias podrían escribirse de cada uno de ellos, o mirar la luna y las estrellas con deleite como si la noche siguiente ya no fueran a estar allí, o decirle a una desconocida lo primero que se me pase por la cabeza al verla pasar. Hasta me hizo gracia ver a dos nauseabundas palomas pelearse por posarse sobre un cartel -había sitio para las dos-, pues evocaban los defectos propios de los humanos y pensé que tal vez fueran más parecidas a nosotros de lo que pensamos.


Lo mejor de cumplir fue, sin duda, hacerlo junto a los que deben estar siempre más cerca que lejos. Lo peor, cumplirlos sin los que no pudieron venir, especialmente los que dentro de poco no veré tanto como hasta ahora, pero a quienes mantendré no cerca, sino en pleno centro de la memoria. Son de las cosas que no cambiarán por mucho que insista el tiempo. Todo lo que acabe dará pasó a lo nuevo, lo inmaculado, aquello por estrenar. En momentos así, cuando más difícil es reír, más falta hace la risa.


Os agradezco a todos formar parte de mí.

miércoles, 9 de mayo de 2007

El óbito de la flor peluda

Ostentará, seguramente durante mucho tiempo, un récord erigido sobre tristes cimientos. ¡Cuántos se han ido ya, cuántos yacen aun bajo el sustrato, sus cuerpos exánimes y corruptos! Tantos años que ahora parecen pocos, años que por fortuna han hecho asimilable la pérdida, por naturalidad. Cada cual podría encajar el golpe de una forma distinta. ¿Qué dirían algunos, al azar, cómo lo percibirían? Ejemplos:

Vicente Aleixandre: Y acabó el bogar de la ya no viva cobaya o coneja o compañera desmelenada.

Carpanta: ¡Ha muerto, la pobre! *
*(Una boca menos que alimentar y más carne en el cocido...)

Barriobajero: ¡Me se ha morido la rata!

En otros términos, el otro día falleció nuestra sufridora cobaya Margarita. No es noticia que una mascota fine en mi casa, pero este caso es distinto, pues como digo ella ha estado con nosotros más que cualquier otro animal, y ha sido la primera en morir cuando la naturaleza ha ordenado, de pura vejez. A más años de compañía más se suele echar de menos al ausente, innegablemente, pero ¿acaso no aplaca un poco el dolor saber que era realmente inevitable? Será raro no oírla chillar pidiendo su dosis de lechuga, lo extrañaremos, y no obstante la nostalgia se confundirá con una sonrisa al recordar todo el tiempo que nos acompañó, aunque a veces no le hiciéramos excesivo caso. Fue peor el atropellamiento de mi último perro o el suicidio despendolado de mi primera hurona, porque no era el momento ni nos lo esperábamos.

La última semana asistimos a su pérdida de apetito, su lánguida expresión tras los barrotes, sus nulas ganas de moverse. Sí, se veía venir, y eso ayudó a edulcorar el mal trago. ¿Qué podíamos hacer, sino esperar? ¿Duele la muerte por edad en un roedor, duele acaso en los humanos? ¿Sufrió? ¿Suplicaba tal vez algún tipo de eutanasia con aquellos ojos vidriosos que apenas lograban sostener una mirada? Ella sabía mejor que nadie la proximidad de la última estación. Cuando acariciaba con el dedo índice el remolino de su cabeza ya no temblaba. Antes sí, a veces de miedo a veces de gozo -no distinguía entre una y otra sensación, pero sé que no era siempre la misma-. Ni siquiera... ¿cómo se llama el ruido que hacen las cobayas? Bueno, digamos que no emitía sonido alguno. Daba lástima contemplar su cuerpo apagado, pues sin duda conservaba intactas las ansias de corretear y mordisquear el bebedero. Si he de pasar por ese estado antes de irme, espero sea descaradamente efímero.

El sepelio fue discreto. Como dije antes, por toda mi asilvestrada parcela hay mascotas enterradas: hamsters, jerbos, cobayas, erizos, tortugas... Algunas fueron sepultadas cuando ni siquiera habían construido la casa; llevan aquí más tiempo que yo. Reconozco que no me acuerdo de dónde están la mitad de ellas. A Margarita, en cambio, la enterramos en un sitio que difícilmente olvidaremos, bajo un improvisado mosaico de grava y flores arrancadas que se marchitaron al poco en señal de duelo. Por alguna extraña razón, las margaritas que depositamos fueron las últimas en quebrarse. Afortunadamente, el sol lució en todo momento sobre nosotros, manteniendo alejada a la lluvia que habría hecho demasiado deprimente el rito funerario. Y así nos despedimos de ella, sin la tristeza de un óbito inesperado, aunque sí con la desazón que nos produjo verla sometida al atroz rigor mortis. Pero eso forma siempre parte del plan de Tanatos.




jueves, 26 de abril de 2007

Primavera...

La primavera improvisa cada año sus incómodos intervalos de lluvia. No hay pautas ni patrones, es simple y seguro azar. En un despiste nuestro se envalentona y traicionera condena al sol a la elegancia de la incertidumbre. Sí, ahora miro por la ventana y el cielo esta otra vez derritiéndose. ¡Qué sopor, qué monotonía!

El regocijo del viaje, la aproximación al suicidio,
heraldos, ciegos, el retorno inviable.
Que viven en los presagios del choque,
que mueren en la colisión fluida, el vivir.
Languidecen.
Qué son sino sus propias lágrimas, el llorar la vida
y no la muerte, el trayecto prodigioso
y no su atroz despedida.

¿Y acaso no llegamos a percibir que también llueve en nuestras cabezas? No sólo el agua sabe reducirse a gotas. Una mente puede llegar a encharcarse, anegarse de pensamientos, y su naturaleza no es la de un receptáculo infinito: conoce límites. Alguien diseñó un camino estrecho a modo de alivio, por allí huye lo que no es retenido. A los pensamientos desbordados también se les llama lágrimas.

En el esbozo del sustrato y la furia
hallan razón, por la serenidad que sigue,
por los pasos petrificados -se evocan siempre-.
Pero nada se entiende.

Cierto, qué incomprensible puede ser un hiato entre el otoño y el verano. Pero, honestamente, para mí lo que sobra es precisamente el propio otoño, la alegoría de lo anodino, lo insulso. No es una estación, es un tránsito, sólo nos entretiene mientras la primavera se rearma para volver a inducirnos al desconcierto.

Corajes de lodo que forman la silueta viscosa
del intrépido, azares en danza, sortilegios,
las almas osadas que se sumergen en los charcos
del mundo.

Apenas un rincón para encontrarse.

Sí, es una pena desvirtuar algo como un atardecer primaveral, la tempestad los transforma en difusos ensayos, no llegan ni a serlo. Nublan la mente. No puedo concentrarme con la ausencia del sol. Hay luz al final del pasadizo, sí, pero la luz no es nunca la misma, como los ríos.

¡Atrás, la fruición desgastada, marchita,
que no fue tal!
Todo se extingue, todo, todo,
devenir es un límite puro .

No eres primavera, no eres tú.

Ella invita a meditar todo, inevitablemente. Predecir un final es ingenuo. No está para sembrar lógica, nunca viene para revelar nada. La primavera se inventó para pasar por nosotros, y no al revés.

Se han extenuado las comisuras del presente,
bogar, estrellarse, ser etéreo,
sí, la certeza es simple respuesta.


A veces las mentes florecen en primavera...





miércoles, 11 de abril de 2007

Negro sobre negro

He soñado con la muerte, he soñado que estaba muerto. Si de verdad es así, entonces ya sé lo que es, y no merece la pena. Se resume como la nada. Únicamente al principio -y no sé por qué gracia o indulgencia del administrador de la muerte- podía disfrutar de una emulación vital y hacer casi lo mismo que cuando vivía, aunque en este sueño no recuerdo haber sido un ser vivo siquiera, y tal vez la vida en dicha ensoñación fuese un concepto distinto al conocido, tampoco lo sé. Quizás la entrada anterior de este blog, que efectivamente versaba sobre esta antítesis, me haya hecho soñar con la parte desconocida de la dualidad. El caso, en la mitad llevadera todo resultaba igual, pero no estoy seguro de si yo era visible o no. A veces, me convencía de ser evanescente, y entonces podía ver miedo o desconfianza en los conocidos que a mi alrededor contemplaban cómo manipulaba la realidad y sus objetos, los cuales parecían tener vida propia. Valiente paradoja, sin tener vida en mí lograba transmitirla a seres inertes e inanimados. Tal vez me volviese invisible con tan sólo planteármelo. Se parecía a un estado de duermevela, con su certeza desvaída, que de hito en hito se difuminaba y me permitía cavilar unos instantes sobre mi propio fallecimiento. No puedo creer, me repetía, que ya haya muerto. Resultaba tétrico, descorazonador, inaceptable, aun siendo casi un calco de lo ya conocido. Mi propio óbito, un verdadero despropósito. Al fin y al cabo, estaba al otro lado del espejo y todo podría parecer igual, sin serlo. No, desde luego no lo era, aquello apenas llegaba a ser una imitación desvencijada sin la esencia del patrón original. Con el salto de una a otra se perdían todos los detalles y virtudes que hacían genuina a la vida, y que la muerte imitaba burdamente durante un tiempo y por alguna razón inexplicable, como una fotocopia. Pero ya digo que esto era coyuntural. Tras un fugacísimo fundido en negro y una vuelta efímera a la existencia desvaída, todo se sumía en la espesura azabache que en realidad era la muerte. En ella no se podía mover uno, no podía verse, y cuando creía distinguir un sonido -casualmente familiar, una voz, pura sugestión- me desplazaba torpe hacia allí, a través de una atmósfera viscosa e impracticable, densa como el alquitrán. Sí, así era exactamente. Y no recuerdo hallar nada más que nueva oscuridad. La muerte en sí resultaba peor que cualquier ensayo sobre ella. Morir, si así resulta ser, es la nada, es dar palos de ciego y estar sumido en la espesura del hastío hasta enloquecer. Después de la vida no hay nada, literalmente, o hay nada, que dirían los latinoparlantes. Morir... ¿para qué? Si iba a ser aun más aburrido. De todos modos, al despertar no me atreví a etiquetar esta visión como pesadilla, a pesar de habérseme presentado bajo un tegumento muy similar, y medité entre sábanas y el siguiente sueño si aquellos que creen en una segunda existencia perderían su fe en ella tras padecer una revelación tan coherente. Sí, demasiado acertada, fidedigna, demasiado creíble, no se por qué. Lo asumí, ya digo, como una dimensión de alquitrán, a pesar de no haber estado nunca sumergido en él. Son deducciones lógicas. Alquitrán... el alquitrán es la muerte, quizás por ello haya tanta gente que pierda la vida en la carretera. Deberíamos conducir y desplazarnos sobre algo más suculento. Nieve templada, por qué no. Puestos a pedir...

martes, 27 de marzo de 2007

Inseparables, complementarias

Hallé en la contemplación de sus gestos una devoción febril por el sufrimiento, por la locura. En su estela imperceptible se estancaba la eternidad y el tiempo se perdía en su propia aura viscosa, haciendo del mundo un estanque helado sobre el que resbalar y perder el sentido. Los cinco otorgados se bloqueaban paulatinamente. Ella no se detenía por razones ajenas, y no lo haría jamás. Me supe un siervo de su codicia, pero qué importaba ya. Sólo podía verla desfilar y asumirla como ensoñación, mejor que como un excremento de la vigilia. Se alejaba sin torcer el cuello, sin mirar lo sobrepasado. Se iba. Pero sí, era mejor creerla un vestigio onírico. Justo detrás caminaba una réplica oscura suya, cabizbaja, sombría, hedionda, aunque dulce. La levedad de su devenir enmascaraba el cometido de segar lo que aquella silueta que la precedía había sembrado indiferente, desde la inercia. La una no miraba a la otra, sino a la nada, la otra no miraba a la una, sino al suelo evanescente, y ambas eran tan inseparables y complementarias como las noches y los días. Tras la última, ni un sólo motivo reconocible quedaba. Arrasaba con todo. ¿Tendría también ella un principio y un fin marcados, al igual que la figura cuya sombra interpretaba? En el instante de despedir a una y dar la bienvenida a la otra, era algo poco importante, pues en efecto la recibí con los brazos abiertos, queriendo abrazar a un ser que debía de odiar cualquier tipo de abrazo. Y aun así aferré sus vestiduras rasgadas cuando pasó de largo, en vano. No podría haberla tocado, nunca, no hasta el momento que ella decidiera. También desapareció en la luz, diluida, tras la primera y bella desconocida, quien empezó a enfundarse el disfraz de mundo que no creí volver a contemplar.

jueves, 1 de marzo de 2007

Por la puerta de atrás

Al final claudicaron -claudicamos- ante De Juana Chaos. El miserable ha sido trasladado a un centro hospitalario de su tierra natal, donde misteriosamente ha recuperado las ganas de comer y seguramente las de matar a más gente. Al menos los responsables materiales han seguido el protocolo aulario de sacar cada cosa por su sitio correspondiente y el asesino ha abandonado el hospital 12 de Octubre por la puerta de las basuras, la archiconocida puerta de atrás, para que de paso no se enterase nadie. No voy a decir nada más porque estoy tocando demasiado el tema político, pero si añadiré que ojalá el mal encarado bufón decida tras su recuperación poner una bomba a su liberador como muestra de agradecimiento. Visto lo visto, voy a empezar a hacer huelgas de hambre para lograr mis objetivos: dejaré de comer hasta que me regalen un piso, un coche, un puesto de directivo y vacaciones pagadas cada verano, y os animo a todos a hacer lo mismo. Una huelga de hambre masiva, a nivel nacional. Menudo titular. De ser así, cobraría tintes de razón aquello de que África empieza en los pirineos, pues además de hienas y buitres por los rincones tendríamos hambruna general. Hoy he leído que hace poco un niño africano de 9 años mintió sobre su edad para poder escalar el Kilimanjaro junto a varios exploradores (la edad mínima son 10 años). Dudo que su alimentación fuese mejor que la de nuestros niños, quienes entre bocado y bocado sólo se preocupan por pelear, fumar canutos, decir tacos y grabar todo ello con sus móviles. Si dejaran de comer tal vez abandonasen estos malos hábitos y les diese por coronar montañas, y nosotros, además de adelgazar, conseguiríamos pagar las letras del coche y la hipoteca mediante el ahorro alimenticio. Por ahora sólo veo ventajas en eso de renunciar a la comida. Si esto empieza y prospera los mandatarios no tardarán en apuntarse el tanto, y entonces decidirán seguir corrompiendo a África enviándole toda la comida inservible para que se vuelvan como nosotros antes de renunciar a ella. Los africanos sobrevivirían a la inanición, sí, pero pronto verían que sólo era un regalo envenenado más proveniente del primer mundo, quien al menos se daría cuenta de que la puerta de atrás de África no era para las basuras, sino para las almas, y que por ello nunca nos enterábamos cuando se iban.

martes, 20 de febrero de 2007

Los desfases hieráticos de cuerpo y alma

Ay, qué horrible puede llegar a ser la mezcla de café e insomnio... Al final estoy usando el blog para hacer tiempo mientras éste último se decide a desaparecer, algo que últimamente se demora demasiado, como antaño. Mi cuerpo parece llevar un horario diametralmente distinto al que debería emplear para amoldarse a las exigencias de la rutina y al ritmo de vida local, y eso me lo estoy tomando como una señal, una sugerencia incluso. Parece querer desvincularse de dicho entorno y se ha autoajustado a otro, situado unos cuantos meridianos más hacia el oeste, así por las buenas. Tengo jet lag sin haber salido de casa. Qué cosas... No sé hasta qué punto esto puede afectar al día a día, pero el caso es que hoy me han dicho algo que ha removido mi conciencia y desconozco si se puede deber al desajuste cognitivo de mi soporte carnal. Hoy alguien me dijo que siempre tengo la misma cara, y al no haber solicitado aun los matices sobre esta afirmación tan superflua como demoledora me siento intrigado respecto a si será verdad. Afortunada o desafortunadamente -no sé cual- no puedo verme el gesto las veinticuatro horas del día, y el ser algo esquivo a los objetos especulares me impide colocarme uno frente al rostro durante tanto tiempo. En cualquier caso, me gustaría probarlo, grabarme la cara un día entero y pasarme el siguiente víendome con un jet lag tan desmesurado como el que padezco. A buen seguro mi faz variaría constantemente al comprobar los resultados. Sería un extrañísimo ejercicio de autoanálisis verme en un espejo sometido a la diferencia horaria, como si el yo que contemplase no fuese el del día anterior, sino más bien el que sería varías franjas terrestres más a la izquierda, igual pero distinto, un alter ego tal vez más feliz que el ego gracias a estar donde al parecer habría de estar. ¿Una visión del pasado en el presente que en realidad es una visión del futuro? También lo desconozco, hoy en día si algo me es inherente, eso es la incerteza absoluta, y todo apunta a que sólo el paso del tiempo ira desvelando el porvenir. Pero qué diablos, en el fondo todo es coyuntural. De todos modos investigaré para ver si mi expresión es tan monótona, y espero que no sea así, porque eso me convertiría en una especie de autómata, y los aborrezco con toda mi alma desfasada. Odiaría parecer un busto, siempre con el mismo semblante, y deduzco que se trataría de uno no demasiado elocuente o expresivo. Además, sólo te hacen un busto cuando te has muerto, lo que sería una pésima señal y un hurto desproporcionado, pues apenas tengo más posesiones apreciadas que la vida. Creo haber descubierto otro miedo más, un nuevo temor: ahora también tengo pánico al hieratismo, y aunque el aspecto de la realidad sólo suele invitar a componer un gesto de proverbial indiferencia, soy de los que piensan que al mal tiempo buena cara. Mientras tanto, sálvese quien pueda...

viernes, 16 de febrero de 2007

Ministros, ministras y otros animales

Bueno, después de dos semanas sin pasarme por aquí observo que esto sigue en orden: desangelado y desértico. He pasado más de un mes amorrado a los apuntes y todo apunta a que ha sido en vano, para mi desgracia, pero en fin, tras largos días de estudio he vuelto para dar guerra, me veo con fuerzas hasta para hablar de política, aunque sólo lo haré de refilón. Me ha motivado a ello el reciente comienzo del juicio por los atentados de aquel largo día once; no sé, esa vitrina llena de gente parece más bien una pecera repleta de pirañas, una jaula de buitres, y resulta curioso ver como todos agachan la cabeza cuando los familiares de los asesinados les miran desde fuera. Entonces ponen ojos de cordero degollado y vuelven a cambiar de forma, pero siguen siendo eso, animales, aunque ahora todos alegan ser inocentes. Siempre lo digo y lo seguiré diciendo: todo lo que sale por la boca de un político me suena a mentira putrefacta, así como toda declaración de un asesino. No sé si unos u otros andan metidos en el ajo -seguramente los dos-, y como va quedando menos para las elecciones generales ambos parecen querer quitarse de encima algunas culpas para volver a ganar o no volver a perder al menos. Me recuerda unos versos de Lorca que dicen: Y que el mar recordó de pronto los nombres de todos sus ahogados... Ese repentino retorno de la memoria está basado en el interés, no me cabe duda, y es pura pantomima, porque redundando un poco, me consta que el único interés que les interesa es aquel emitido por bancos y cajas de ahorro. No, no confío en la justicia lo más mínimo, es la verdad, y menos ahora que nos acaban de cambiar el ministro. No conozco al nuevo pero apenas me inspira nada bueno. Me parece absurda la manía de tener tantos ministros como ministras; tal vez había una mujer mucho mejor preparada para asumir el cargo, pero con tal de no perder la proporción parece ser preferible enchufar a alguien con menos capacidades para ejercer. Si el presidente quiere paridad genérica en el consejo de ministros debería travestirse y aparentar ser mujer durante la mitad de la legislatura, para dar ejemplo. En fin, mejor dejo el tema porque me da nauseas mancharme lo dedos escribiendo de política. A estas horas lo mejor es horizontalizarse y consultar con la almohada qué hacer el resto del día, aunque yo apenas entiendo a la mía, pues es de Ikea y mis conocimientos de sueco son nulos, pero ella y yo dominamos el lenguaje universal del sueño, y así nos comunicamos. Buenas noches...

viernes, 2 de febrero de 2007

Suegras y avestruces

Hace poco leí que había comenzado el juicio por un asesinato cometido a principios de siglo, y hasta aquí todo normal, ya sabemos que ésta, nuestra “justicia”, suele ser lenta cual tortuga maniatada; lo curioso del caso reside en el modus operandi del asesino. El hombre, con su medio siglo largo a cuestas, dormía profundamente cuando se levantó para cometer su tropelía -valiente contradicción-. Fue un ejercicio de parasomnia, según los expertos, un trastorno del sueño que engloba cuatro tipos, de los cuales este individuo eligió un poco de cada uno sin darse cuenta, aunque en mi opinión todo suena a burda excusa, a un montaje. Según él, soñaba que dos avestruces le estaban atacando ferozmente, y claro, presa del pánico, tuvo la idea de enarbolar un hacha y un martillo para defenderse. La mujer y la suegra salieron a su paso, asustadas supongo por el trajín nocturno, y él, en pleno éxtasis aniquilador, acabó con ellas pensando que eran los enormes pajarracos. Lo que me hace sospechar de su verdadera intención es la presencia de la suegra, a quien seguro deseaba dar muerte; la esposa fue un daño colateral, una mártir de la buena causa, es decir, se la cargó para disimular, o quizá, una vez puesto en marcha, pensó que no era tan mala idea matar dos pájaros de un tiro, nunca mejor dicho. A las suegras se las suele comparar con otro tipo de aves, como grullas o pájaros de mal agüero, o incluso con especies de otras ramas, desde zorras hasta víboras, pero... ¿avestruces? Aunque es cierto que a veces se deben tener unos huevos como los de estos animales -u ovarios, seguramente bastante grandes también- para soportar a una suegra. De hecho, el Tribunal de la Rota Romana acaba de incluir a las suegras como motivo fehaciente y suficiente para un divorcio, y si lo dicen ellos es que los topicazos son ciertos. Volviendo al uxoricida-avicida, tras tumbar a las dos mujeres decidió dar buena cuenta de sus retoños. No especificó si también los confundió con avestruces o si pensó que eran pollos de corral, pues atacó con menos ímpetu y, por suerte, la hija sólo sufrió heridas y el hijo logró arrebatarle el hacha. Acto seguido, se defenestró, bien para suicidarse o para huir volando -¿se creería también un pájaro?-, pero aterrizó sobre un coche y sobrevivió. No sabemos cómo se solventará el juicio, si los descerebrados que tomen la decisión creerán una milonga tan pueril y lo dejarán ir, como pide la defensa, o si lo enchironarán. Espero sea lo segundo. También no hace mucho, condenaron a una joven a seis meses de cárcel por arrancarle media lengua a su novio de un mordisco, y ahora el pobre no puede emplear ciertas consonantes, dentales y palatales principalmente. Supongo que romperá con ella, aunque la quiera, porque las discusiones serían imposibles -mira que nos encanta discutir con la pareja- sin poder pronunciar cosas como: ¡Tu madre es un avestruz de mierda!

miércoles, 31 de enero de 2007

Londres: un destino menos

Por fin, tras muchos años, he tenido la oportunidad de conocer la afamada ciudad del Támesis. Ciertamente, no me ha decepcionado, tal vez un poco el Big Ben, que en fotos me parecía algo más monumental y cuando lo tuve delante lo concebí como una mole demasiado terrenal, aunque no por ello exenta de beldad arquitectónica, de noche sobre todo. En cuanto se iba el sol -tuvimos esa extraña suerte, ausencia de lluvias y bastantes horas con el astro rey sobre nuestras cabezas- la ciudad se sumergía en una curiosa atmósfera de misterio, cambiaba de cara. De día estaba espléndida, impoluta, especialmente cuando los rayos solares la bañaban, y de noche dejaba un poco de lado el trasiego y la agitación. Según vimos, la vida nocturna de los londinenses no es demasiado convulsa; el último día, a eso de las once, nos fue imposible encontrar un pub abierto en el que tomarnos unas pintas de despedida. Una pena, como también lo fue haber dejado de visitar algunos lugares emblemáticos como Trafalgar Square o Piccadilly Circus, pero que subsanamos con una estupenda caminata de varios kilómetros, la mayoría de ellos recorridos junto a las orillas del Támesis, río que, por otra parte, no me transmitió toda la inspiración que esperaba extraer de él. Tal vez lo peor de esta grata visita fueran los lugareños, tan hieráticos y fríos, impersonales, tan ingleses, vamos. No sabría decir si destilan esa gelidez y apatía porque se las ha contagiado la ciudad, o si la propia ciudad es a veces tan grisácea y sombría porque se lo han pegado los habitantes. Misterios de la vida. Alguien debería decirles que no cuesta tanto sonreír o manifestar algún sentimiento de cercanía, aunque sea por pura educación. Curiosamente, quien más amable se mostró con nosotros fue un mendigo que vimos día tras otro en las cercanías del hotel. Nos lo cruzamos nada más bajar del autobús, y tras asustarnos un poco por su aspecto menesteroso y la zona poco iluminada tuvimos una extraña revelación: aquel hombre era una viva y deteriorada imagen del malogrado Benny Hill. Tuvimos que desechar la forma conocida del orondo humorista, pues el resucitado estaba famélico y cubierto de harapos, escondido tras un generoso y descuidado mostacho. ¿Será un mito su muerte, y ahora practica la mendicidad en el centro de Londres? El caso es que justo antes de marcharnos, en la estación, nos saludó e incluso nos dedicó alguna palabra en un español paupérrimo, pero jovial. Esto atenuó un poco la mala imagen que habíamos formado sobre sus conciudadanos, aunque sólo lo hiciera por un intercambio de peniques, de nuestras manos a las suyas, pero no me voy a entrometer en las motivaciones de cada uno para ser amable y cortés. No dejó de ser una anécdota curiosa; el más educado de toda la ciudad era aquel desarrapado y gentil sintecho, o quizás todos los pobres de Londres fuesen las mejores personas de la zona, o cuanto menos las más afables y cordiales. Respecto a esto, nos llamó poderosamente la atención que en las repisas de los escaparates y soportales hubiese hileras de pinchos para evitar que se acomodasen sobre ellas dichos personajes, condenados por las autoridades a convertirse en faquires. Ahora me pregunto si el responsable de esto lo hizo para erradicar la pobreza -o al menos ocultarla un poco- o para castigar la buena educación. Son peculiares, desde luego, estos ingleses. Como vimos, todos tenemos lo nuestro, en cualquier parte de Europa y del mundo. Es absurdo intentar ser perfecto, no parece merecer la pena. Fue una gran escapada de fin de semana y resultó agradable compartirla, si bien echamos de menos a quienes no pudieron sumarse a la expedición. Pero bueno, la vida es larga y hay tantos sitios para visitar que jamás los conoceremos todos. La próxima huída seremos más.

martes, 16 de enero de 2007

Edades improbables

Cuando era un niño me imaginaba el futuro como algo improbable, un suceso que sólo afectaría a los demás, si bien pensaba en él con la retórica típica de cualquier alma cándida. Aquello de “cuando sea mayor...” eran simples palabras vacías, carentes de esencia, se decían por pura imitación o inercia, para ser uno más elucubrando sobre un porvenir latente. Haciendo memoria, no conozco a nadie que haya cumplido su sueño de ser astronauta, inventor, futbolista, catador de dulces y demás quimeras -aun es pronto, pero pocos están en el camino de su sueño infantil-. Resultaba sumamente complicado incluso imaginarse a esta edad. Ahora, por alguna razón que escapa a la mía, consigo recordar mi modo de pensar cuando era un tierno imberbe, mis cánones y patrones a partir de los cuales desgajaba el mundo exterior, el modo de regirme y gobernarme, la percepción de una vasta realidad demasiado distante por aquel entonces. Hoy día puedo rescatar algún vestigio de esos años, cuando la ignorancia nos mantenía dentro de los límites de la felicidad, en parajes tan maravillosos como efímeros, pero me sigue costando horrores imaginarme en el futuro. Tendemos a obviar los pasos inmediatos de nuestra existencia para recrearnos en los siguientes, aunque ahora el que me fascina es el último, la senectud, pues la madurez y la talludez se me pueden antojar cercanas incluso, o cuanto menos similares a estas épocas, pero la vejez es algo ignoto y verdaderamente lejano. A veces actúa como acicate para seguir adelante -sí, es una extraña motivación-, es un estado al que llegar será un logro, el final. Si concibo la vida como una navegación, con una excesiva tendencia a estar a la deriva, la tercera edad la entiendo como el puerto donde atracamos o la playa donde quedamos varados y languidecemos -hay muchos modos de llegar a viejo, algunos terroríficos-, pero en cualquier caso un lugar donde estamos estancados y de verdad tenemos tiempo para ser humanos, reflexionar sobre los rumbos tomados en el pasado, hacer acopio de sabidurías y demás delicias a las que ahora no podemos dedicarnos. Tal vez sea una de las pocas cosas buenas de este periodo. Si alcanzo dichas edades, me pregunto cuándo empezare a considerarme un anciano, un ser expuesto a la senilidad y el abandono, las fieras de todo hombre. Según dice Gabriel García Márquez, un hombre comprende que está envejeciendo cuando se mira al espejo y ve en su rostro la cara de su padre. Algún día lo haré, me plantaré frente al espejo, pero para intentar reconocerme a mí mismo y no a mi progenitor, porque no me acostumbraré jamás a un rostro arrugado ni a un pelo cano -soy consciente inconscientemente-, y buscaré en mi faz los detalles del pasado, quizás de estos momentos, o algunos posteriores, y pensaré: así que esto era la vida... Y no sé si lo comprenderé, como tampoco sé por qué me resulta tan enigmático el hecho de poder ser un octogenario curtido en mil vivencias. ¿Será la última parada la que proporcione las respuestas o aclare aquello jamás comprendido? Muchos no quieren vivir tanto, pero yo no pienso renunciar a ello, me parece abominable prescindir de una conclusión ideada para hacer de la vida algo con entidad y sentido. Es curioso, nadie nos enseña a envejecer, y sin embargo es de lo que mejor sabemos hacer...

sábado, 6 de enero de 2007

Música, silencio

Seguro que vuelve tu
voz, la única, reverberando
el beso tuyo. Si son melódicas
las últimas notas del recuerdo,
sabrán volver. Y mientras,
se esmera en crepitar la
quietud, y me añades al
pensar nuevos caminos,
inciertos, serpenteando por
mí. Pero no queda nada, no,
nada -van a estrellarse las
músicas del alma- ¡Qué
olvidado ya su musitar,
su rumor sellado!
Todo es calma tormentosa,
el ruido mudo del tormento,
sí, todos los versos inútiles
que agotan el temblar del eco.
Y me empujas al silencio...