Miro por la ventana con la cabeza borboteando y las neuronas apresurándose a empaquetar alfabéticamente todo el género de la temporada, para no empezar la nueva con asuntos pendientes; en mi cuarto suena la música, una canción que dice: "quizás la vida espera sobre la montaña". Me siento a escribir y trato de ordenar sobre folios o píxeles las adquisiciones espirituales y afectivas del año renqueante, como cada vez que un enero o falso renacer se deja ver en lontananza, pero en esta ocasión me desborda la cantidad de tareas, materias de mi ser, y ni sobre el papel soy capaz de recapitular o expresar cada una de ellas bajo una forma que conserve y manifieste todo su poder. La canción añade: "mientras yo espero...", y entonces comprendo mejor su significado, y sé también que no me atañe, porque no llego hoy ni mañana a cumbre alguna, sólo conquisto escalones que sí pudieran llevar a esa hipotética cima -que bien podría ser un abismo-, y entiendo que tampoco espero, no; sigo caminando sin aguardar a que esa vida venga a mí, porque al pie de la montaña sólo llegan las cosas en forma de alud y sepultan a quien no emprende nada.
¿Y cómo voy a obligar a la boca a recrear con sonidos todo aquello que el año me ha aportado si ni diez dedos lo han conseguido? Las vías de transmisión humanas siempre corrompen o sesgan los mensajes, qué le vamos a hacer. No sabría sacar íntegramente las sensaciones producidas por haber visitado nuevos mundos, paraísos, por haber hecho de ellos mi casa y sitio, por haber alcanzado una de las metas más costosas y emprendido un vuelo sin hilos, por haber encontrado un tesoro a los ojos de todos cuando había abandonado la búsqueda y ver cada día que sus riquezas no parecen tener fin. Y los recuerdos de todo ello, recientes e intensos, corretean libremente sin que quiera pedirles calma. Este peldaño contempla a los demás desde las alturas, sus baldosas se ligan con la certeza de la progresión y el ascenso; los próximos estarán cada vez más altos, y la cumbre será eso, una cumbre, pero sólo habrá una, al final, y el viaje a ella ya ha empezado, porque ahora conozco los rudimentos del vuelo y no miro hacia abajo, porque no voy solo, y las maletas casi vacías hacen que sea un viaje y no una huída.
Todo lleva el fantasma de lo irrepetible; es mejor surcar nuevos cielos que repetir eternamente. A todos, de corazón, un nuevo año lleno de paz y futuros e indelebles recuerdos.