miércoles, 17 de junio de 2009

Prodigiosa crónica del alunizaje umbilical

He vivido tres años y medio dentro de un mamut, pero en ningún momento me creí aquello de "cuando llega el solsticio de verano, más vale tener cerca un plan de pensiones". En realidad no recuerdo la concatenación de estos hechos; por lo que sé, según unas anotaciones de mi alter ego en una servilleta negra, nos hallábamos en una tierra gobernada por póngidos. Como en aquella obra de teatro de primeros de siglo, todo parecía ser más liviano, es decir, las cosas tenían la consistencia de los viejos paraguas. Por ese motivo, entiendo la caótica sucesión de tanto despropósito, pero no me lo tengáis en cuenta. Ya os avisé de que nadie había conseguido mezclar mercurio y sombras en un mismo recipiente. Un osario sudoroso, eso era; si le recorría la levadura del futuro, jamás pensaba en sostener más de un nido de buitres sobre su entrecuesto, y el relente de su mirada torva, siempre veteado de prisas, imitaba un crujir insoportablemente calcado al de su propia sordera. Cuando ella, la vetusta moradora del mar polvoriento, hacia alusión a la mazmorra o sus zarigüeyas inertes, todo temblaba como en un mal sueño de azucar quemado. Para la desgracia del zahorí, la noche cobraba un insoportable hedor a maiz huérfano. Sin saber cómo, se había adentrado en las entrañas purulentas de su propio ser, de un modo calcado a cuando, de niño, abatía a los cuervos arrojándoles nueces calcáreas y la sal más sometida al óxido. Aproximadamente un queso de bola conquistado por las larvas, y de hito en hito, miles de misivas a un satélite pobre en brillos. A la medianoche de cada mes, las huestes de serrín bogaban a través de algún viscoso afluente, como enajenados, en el surco de su ineptitud, y las escasas escamas aún blandían la osadía del fósforo. Igual que tras la sobredosis de sueño, cada arista cóncava bailoteaba sobre su pábilo y hacía de la danza una alegoría de la aniquilación.