lunes, 27 de agosto de 2007

La luz del jardín

¿Dónde pretende irse ese verano del que hablaba en la anterior entrada? No lo reconozco con su máscara de lluvias, tempestades y temperaturas reptantes; parece haber declinado, ahora es tan sólo una estación gemebunda a merced de la siguiente, el otoño, que ya enseña los dientes. A pesar de su prematura languidez, ha sido próspero y fructífero -de ahí que este páramo haya pasado dos meses en él regazo del olvido-. Todos acaban teniendo algo especial, sí, pero algunos dejan marcas indelebles en retinas, mentes, corazones y estómagos, marcas que no vuelven a repetirse por ser únicas. Lo mágico reside en la novedad, la primera experimentación. Un lugar nunca es tan hermoso la segunda vez, y si nos lo parece es un error, provocado por la dulce influencia del remanente que nos queda tras el primer contacto con él. Y querríamos volver una y otra vez a aquellos lugares, con aquellas personas, y cuando de nuevo estamos allí cerramos los ojos con fuerza y deseamos sentir lo mismo que al conocerlos, sin éxito. Pero regresar es revivir la sensación, y puede resultar igual de gratificante. Lo bueno de los lugares es que no se mueven de su sitio, no desaparecen, aunque también es una merma de su valor; si cambiasen tanto como las personas los perseguiríamos con idéntico tesón.

Al final todos buscamos levantar un jardín afectivo con las flores más valiosas. De vez en cuando hallamos una especialmente llamativa, esbelta, con un aroma desconocido capaz de endulzar el aire enrarecido dejado por las flores putrefactas, e intentamos cortarla para plantarla allí donde mejor la podamos observar. Esta maniobra es tan cotidiana como comprensible, pero arriesgada y egoísta si dicha flor no ha alcanzado aún su máximo esplendor. Entonces lamentamos haber intentado arrancarla de su hábitat, donde crecía y relucía, y la volvemos a plantar cuidadosamente, con miedo a que se quiebre. Después nos sentamos lo más cerca posible a mirarla, evitando la tentación de tocar sus pétalos aterciopelados, su tallo enhiesto, sabiendo que se podría marchitar al manosearla. Pero hasta de lejos nos embriaga la vitalidad que desprende, y aspiramos su perfume, o lo recordamos, igual que los instantes en los que la teníamos entre las manos, y aunque añoramos la dicha que nos producía, nos conformamos con verla brillar en su mundo. Algunos sólo las recopilan por vanidad; otros lo hacen por cuidar la flor, asumen la responsabilidad de mantener un tesoro de la naturaleza, se esfuerzan por dar lo mejor de sí para que no le falte de nada y brille hasta el final. Eso los convierte en afortunados. Sólo esperan que las flores tan bellas no sepan guardar rencor por el originario acceso de autocomplacencia.

En verano siempre descubrimos alguna...
En otoño la añoramos...
En invierno aún más, y contamos los días que faltan para la primavera...