martes, 18 de noviembre de 2008

Mitad, el vértice

Cuando decide caminar lo hace sin apenas interés por los pasos dados y a dar, sobre trazadas poco rectilíneas, como si le hubieran hecho los pies atropelladamente en una tarde de aburrimiento y funcionasen a medias. Pero al fin y al cabo es caminar, porque llega a donde quiere llegar. A veces piensa también a la mitad, respira a la mitad, mira a la mitad, o sólo precisa de la mitad de los parpadeos que de costumbre, como un tic que se va curando, pero de esas cosas nadie se da cuenta, ni siquiera él, porque esa noción siempre se le queda en la mitad con la que no va pensando. Y consigue lo mismo que todos aquellos que malgastan energías en cada cometido. Él profesa el pragmatismo, raciona su vida igual que los que mueren en el desierto racionan el agua hasta el último día, cuando creen ver la flor más bella del mundo, la que crece sólo en sueños suyos y de pronto sobre la arena -el humus dorado de la ensoñación-, y entonces la riegan y gastan todas sus reservas en ella, las de agua y las de afecto, de esperanza y de tesón, y se quedan abrazados a su tallo hasta que apuran también las últimas gotas de vida del odre errante y agrietado que son. Él siente que se agrieta a veces, cuando camina y cuando no, pero eso tampoco lo nota nadie, porque él sólo se cuartea por dentro, a él se le arpa un alma mal lubricada, y los demás ven únicamente una cara en la que se ha doblado una sonrisa. Procura andar por caminos vacíos, serpenteando, a pasos acelerados y cortos, tal como la vida transcurre por él, viscosamente, con una textura de lija, y al final siempre hace morir esa senda suya en el mismo punto; un punto que no es un final en sí mismo, ni una clausura, sino un vértice inseguro, difícil de atrapar como una mariposa fea y grís que, como él, vuela rápido y dando bandazos mientras las bellas se pavonean con alas vagas para dejarse ver, delicado como el polvillo que las sostiene, un punto que se estropa igual si se manosea y no es tratado dulcemente, como las flores de élitros que germinan en páramos esteriles. Él mira el vértice desde lejos, aunque lo hace a medias por miedo a destruirlo, pues lo contemplaría con todas sus fuerzas si se le dejara elegir, y lo toca con manos invisibles para no desgastarlo. Y cada tarde, cuando el camino se le extingue, da un paso más que el día anterior, alargando la huella dejada por aquella serpiente que le muerde la vida, y se queda más cerca del vértice donde brota el ángulo de la satisfacción, donde quisiera apoyar ambos pies y saltar para cambiar la trazada del camino y comenzar la segunda mitad del viaje, con mucho cuidado de no pisar la flor que allí ha crecido, ha visto ir creciendo en el légamo de la rutina, su flor en su desierto, la que le mete todas las mariposas del mundo en las tripas, su flor en su vida arrasada, que no está a medias porque ya se le ha llenado de años, que espanta como a moscas insolentes golpeándose el pecho, allí, junto a su flor, su mitad, que no es sino la pura compleción de sí mismo, golpeándose el corazón, avisándole de que nunca le permitiría amarla con sólo la mitad de sus fuerzas.

jueves, 16 de octubre de 2008

El estanque negro

Cuando un conato de gripe te tumba, aprovéchalo y medita. Eso hice en el ecuador de la semana, reposar y marginarme del mundanal ruido después de mucho tiempo sin regalarme un ratito de ausencia social, esos que me conceden un hiato virgen para escuchar lo que yo mismo tengo que decirme. Porque nadie más me iba a entender mejor que yo, y es que si se piensa con la mente abierta, ha de hacerse con la cabeza cerrada. Y pensaba, en el presente que me mordisquea el alma. Como el otoño me diera tregua y el sol garantizaba dos docenas de grados, cogí la bici por montura y partí hacia el monte colindante, al estanque donde suelo ir a sentarme y vender mi tiempo a la conciencia. Pero, sorpresa predecible, estaba seco y minado de excrementos caninos en la orilla; hasta a sus escasos tres palmos de agua les había afectado la carestía que nos restriegan en los medios, falsa o verdadera, no lo sé. Lo cierto es que cada vez hay menos para repartirse, hasta en cosas que no pueden contabilizarse ni acotarse con límites, y si ni la propia vida se rige ya con lógica y sus pilares tiemblan, ¿cómo va a funcionar bien la sociedad que la padece? Porque, y aunque se me tache de genocida o demagogo, cualquiera se fía de un mundo anárquico y descompensado, de directrices descabelladas, del que se van los capaces de reconducirlo y donde quedan los que lo envenenan y hacen enfermar aún más, un mundo en el que mientras unos no encuentran un amor al que entregarse otros destruyen y asesinan a quien se lo juró sin merecerlo, en el que muchos anhelan y a veces ni pueden formar familia de dos generaciones al tiempo que otros lo logran y acto seguido intentan venderla, alquilarla o arrancarle la vida. Toda esta chapuza sólo pudo hacerla un niño henchido de rencor y rabia, quizá ese famoso creador del que tanto presumen unos, aquellos que promulgan su bien categórico mientras pretenden tatuar homosexuales a la usanza nazi con una mano y tocar a niños con la otra, o los que vacían la parte racional de la cabeza para llenarla con la mierda que escupe un enfermo desde su altar de oro, incitando al odio y la muerte, un ejemplo de aquellos especímenes que jamás debería albergar un útero humano. Como hace poco decía una mente pensante -en peligro de extinción-, es insultante que un mindundi gane millones cantando y un científico no. Es sólo un ejemplo de miles, se me ocurren multitud de formas de expresar la descompensación de este, nuestro agujero. Nunca funcionará, aceptémoslo. Todo lo maravilloso puede arrebatártelo un buen día el psicópata de turno, el resentido de cada esquina, un mero apologista de la envidia, el más imbécil de los politicastros. Pero aunque todos me sigan colgando la etiqueta del pesimismo, entended esto como un reconocimiento de todo lo bueno que nos merecemos y se nos niega, como una reflexión que hacer para no bajar la cabeza sumisos y seguir con ganas de arreglar el mundo. Sólo busco denunciar la locura en la que estamos convirtiendo nuestro entorno, que deberíamos cuidar y mimar, con criterio y altruismo. Con lo fácil que es ser feliz y lo complicado que se empeña en ponérnoslo el prójimo, o nosotros mismos, idiotas perdidos, tan propensos a buscar el dolor y poder seguir quejándonos. Esta maquinaria está oxidada, y si miramos cómo cruje y se hace virutas, acabará por volverse algo irrecuperable. Acabará sucediendo, si seguimos consintiendo todo a los descerebrados del mitin y la batuta, a las lobotomizadas eminencias de la túnica y el mazo, a las sabandijas que se aprovechan de su inconsciencia, a la corruptela de la pipa y la placa, a los que han perdido sus valores porque han visto al vecino tirarlos a la alcantarilla cuando nadie miraba. Porque es más fácil así, porque siempre gana el que hace trampas, el que es niño en un juego de adultos, la sanguijuela entre gusanos desdentados. Si pudiera permitírmelo, compraría otro mundo a estrenar y demostraría lo fácil que es hacerlo girar sin trompicones, pero si ni siquiera tengo derecho a un empleo acorde y una ratonera a precio de taj mahal, cualquiera me convence de ello. Yo seguiré yendo a mi estanque, que no es poco, y ya se llenará, o lo colmaré yo mismo escupiendo verdades. Si no nos vuelven a prohibir pensar...

martes, 23 de septiembre de 2008

¡Coño, el otoño!

Cuando salí ayer a la calle ya sospeché de su llegada, no por el fresco, la lluvia inoportuna o la ropa de abrigo aún mal planchada sobre los transeúntes; más bien era la sensación extraña que me invadía al caminar, al recorrer los pasillos del metro como el ganado urbano de caras mustias, esa sensación que parece nostalgia pero no lo es, aunque conmueve de forma parecida e inexacta. Fue tan preciso el cambio de estación con el del clima que todo se me trastocó excesivamente, aunque, por otro lado, sentí de nuevo la presencia de la inspiración, que se había reblandecido con el calor o andaba de vacaciones sin haber pedido la venia. Y así he conseguido reconquistar el páramo, que ya era hora. Inopinadamente, el otoño es un intervalo algo accesorio, ese que suele ser favorito de quien no puede disfrutar plenamente del verano por el trabajo, se pasa la primavera encerrado por la alergia y el invierno por el constipado, pero cada año acude sigiloso cargado de una extraña propensión a provocar conductas y episodios pintorescos, esos que tanto me gusta padecer y después recopilar en este espacio. Ayer mismo, una mujer con la cara naranja como una zanahoria me preguntó por una calle -en la que estábamos, no esperaba menor despiste-, y comprendí que efectivamente el estío ya era pasto del reloj biológico terrestre. Lloverá, y mucho, según dicen, pero habrá que resignarse; si es el precio por poder disponer otra vez de la capacidad creativa, la recibiré con brazos y boca abierta, que hay crisis y beber del grifo es un lujo sólo al alcance de los especuladores. Con suerte, antes de jubilar este memorable año terminaré de parir mi indecisa novela, que se empezara a gestar hace ya demasiados meses, y de la cual podrá disponer cualquiera que me la reclame, por supuesto. Y paciencia con el frío, que hay cosas peores con las que temblar...

viernes, 13 de junio de 2008

Ensayo sobre la categórica estupidez

Hace cosa de tres minutos y medio he leído una noticia que me ha dejado, cuanto menos, flipando en cuatricromía. Suelo deleitarme con aquellos pequeños acontecimientos -de ordinario relegados a páginas interiores y esquinas intrascendentes del papel- que por surrealistas, tiernos, morbosos o chocantes me hacen olvidar el detritus de la primera plana, pero en ocasiones me topo con excrementos del siglo XXI como éste. Antes de suscitaros la mala leche os adelanto dos de ésas a las que me refiero, como el hallazgo de un hombre muerto, con un profiláctico engarzado en su miembro y una cobra en la mano, la cual era causante de la defunción y presentaba a su vez mordiscos del finado (no se sabe quién mordió primero o si la sierpe estaba a punto de ser violada), o la aparición de otro, un poco más vivo, encerrado en el receptáculo de una morgue y abrazado a su novia recientemente fallecida, junto a la cual pretendía ensayar una galopante y letal hipotermia (incluyo este suceso entre los tiernos, y no entre los morbosos). Volviendo al foco de esta crítica, dicha noticia se refería al estricto e impecable trabajo de los encargados de seguridad de la T5 de Heathrow (aeropuerto más importante de Londres), quienes impidieron el acceso a un joven por llevar en su camiseta la imagen de una pistola. Sí, suena a coña, y espero que así sea. Lo triste es que no era un arma convencional; el estampado de la prenda correspondía a Optimus Prime, líder de una banda de robots de la serie Transformers (un clásico que recordarán los de mi generación, llevada al cine hace poco). Para los que no conozcan a dicho personaje, se trata de un enorme camión que se transforma en cyborg de forma humana -más o menos- y viceversa, y uno de cuyos brazos adopta la forma de una sofisticada arma de fuego, tan futurista y alejada de las convencionales que bien podría ser un carísimo cascanueces o disparar vinilos de los Ramones. Según la British Airways, a saber, el colmo de la erudición dentro de las aerolíneas (recordemos que ahorraron 450 millones de libras por racanear las aceitunas de su comida a bordo), no pueden facilitar la entrada a pasajeros con bombas o palabras soeces impresas en su vestuario. De hecho, amenazaron al terrorista en potencia con arrestarlo si se volvía a enfundar la camiseta una vez superado el control. No comment. En el texto se hacía alusión a perogrulladas similares, de pasajeros a los que no se les permitió embarcar por llevar raquetas de tenis, bocadillos con demasiada mayonesa, un premio Goya, piercings en los pezones o letras árabes en la ropa. No sabría qué añadir sin quedarme corto o sin ser demasiado poco ofensivo, así que dejo que cada uno saque sus propias conclusiones. Desde luego, la psicosis por la seguridad ha vuelto rematadamente gilipollas a medio mundo. Ayer, sin ir más lejos, no pude entrar de primeras en la exposición de Alphonse Mucha en Caixaforum (estupenda, a la sazón) por llevar un paraguas de bastón. ¡Claro!, pensé yo, los paraguas de pincho o los plegables son inservibles para destrozar una obra de arte... La próxima vez iré con un cuchillo jamonero, bolas de petanca, un soplete, destornilladores varios, aguarrás mezclado con Channel nº5 y chicles, que de esas cosas no dicen nada, y de paso preguntaré qué demonios tienen en contra de los paraguas de bastón (quizás una fobia del comisario, supersticioso de postín, o un extrañísimo anti-fetichisimo, quién sabe...). Ya parece imposible ir de un lado para otro sin que a uno lo atosiguen con descabelladas exigencias y protocolarias rarezas que sólo entran en las aserrinadas cabezas de los responsables. ¿Acabaremos todos igual de locos? Eso debe de ser contagioso, jamás pensé que el Homo Sapiens fuera capaz de caer tan bajo. Si resucitaran los Erectus, a ver quién se atrevía a distinguir unos de otros. No hay más que ver a los camioneros, quienes se comportan de forma idéntica, destrozando como irracionales todos los objetos que no son de su agrado y colgándose como monos de las cabinas de sus compañeros menos encendidos (luego hablan de atropellos...). Menos mal que sus camiones no se transforman en robots y se lían a tiros, porque si sólo con aparcarlos en el carril derecho ya sumen al país en el caos, no me quiero ni imaginar los destrozos. En fin, prefiero poner fin a este ensayo sobre la estupidez porque no consigo procesar las hazañas de mis congéneres, y además tengo mucho que hacer, mañana voy a Wimbledon a pelotear un poco y antes he de recoger mi camiseta personalizada de la tienda. Sale un cartucho de dinamita alegando que la reina madre es una incurable meretriz decimonónica, aunque no lo entenderán porque está escrito en árabe. ¿A que no sabéis qué llevo para comer a bordo? Sólo espero que de camino al aeropuerto no me den un Goya al mejor vestuario...

domingo, 4 de mayo de 2008

Esa cosa nostra...

Unas pocas horas delante del ordenador bastaron para organizar y dar forma a nuestro periplo Siciliano; hostales, rutas, billetes de autobús, de avión, facturación... Intentamos mandarnos a nosotros mismos por fax, pero cuando se nos ocurrió ya habían cerrado todos los cibercafés, y en los coffee-shop nos proponían viajes de otro tipo, lo que nos era poco útil en ese momento. Llegamos a Bremen tras padecer un absurdo y poco ortodoxo control de aduana por parte de dos incompetentes guardias alemanes -¡Viva la Europa sin fronteras!-, a quienes les bastó vernos jóvenes y provenientes de Holanda para preguntarnos por hipotéticas posesiones de estupefacientes y sustancias aturdidoras, e incluso revolver en nuestra bolsa de comida como perros hambrientos (pastores alemanes, dedujimos). En la terminal, tan pequeña que dudamos si era tal o una maqueta levantada para entretener a los viajeros, nos tocó esperar dos horas más de lo previsto por unas prácticas militares que estaban teniendo lugar en el aeropuerto de Trapani, nuestro destino en la isla hostigada por la bota transalpina. No dijimos nada por si los causantes de las prácticas eran los mismos teutones que nos habían olisqueado los pasaportes y la entrepierna, como buenos sabuesos, y tras la demora y el viaje de rigor tomamos tierra en otra terminal tanto o más exigua, impregnada de la dejadez caótica italiana en lugar de la pulcritud minimalista de los germanos. Media horita adicional de autobús y llegamos a la ciudad en sí, cuya estación, tranquila en la noche, se preparaba para el jaleo diurno. Nos dejamos guiar hasta el hostal por una políglota anciana de la propia Bremen que también se alojaba allí, a la cual llevé amablemente la maleta en agradecimiento por hacer de lazarillo, si bien pronto vería que hubiera sido más apropiado endosarle mi mochila, y no al revés. En el corto paseo no nos pasó desapercibida la decadencia de la urbe, portuaria y confiada a la exportación de sal, ni el grasiento aspecto chulesco de nuestro posadero, que nos condujo escaleras de caracol arriba hasta nuestra estancia, la más alta, en plena azotea, acogedora. Cenita improvisada en la cama y a recargar baterías. Madrugón relativo, estiramientos entre los tejados que evitaban mirar a las fachadas que los sostenían, desconchadas por el salitre, despedidas y desayuno incluido en una cafetería próxima. Café italiano y emparedado, creo que una de mis primeras experiencias con el popular bed&breakfast, del que me he hecho fan. Así nos echamos a la calle, donde al rato nos encontramos a nuestra guía recorriendo el paseo marítimo con ritmo militar, y a quien seguimos a duras penas por las callejuelas plagadas de iglesias, que se quedaban pequeñas para alojar la verborrea de la inagotable y canosa caminante, incansable y solitaria viajera, suficientemente autosuficiente, madre de una hija que hablaba ocho idiomas enyugada con un descendiente de los reyes de Nápoles, Decidimos llamarla Doris, pues no existía tiempo entre sus historias para preguntar por el verdadero nombre. Nos desprendimos de ella en la oficina de turismo, después de desestimar una incursión a las ruinas de Selinunte por incompatibilidad de transbordos. Acopio de provisiones y cerveza y de nuevo al bus; tres horas hasta la próxima parada, Agrigento, al sur de la isla. Un agradable calor mediterráneo nos recibió en la estación y acompañó por entre las estrechísimas calles que brotaban de la Vía Atenea, avenida principal. Un amable y rollizo lugareño nos atendió en la oficina de turismo, aunque perdimos parte de la información por mirar embelesados las peculiares malformaciones que se arracimaban en sus lóbulos, a modo de uvas cerúleas. No tardamos en dar con el hostal, escondido en un callejón de apenas un metro. Cordialísimo recibimiento e invitación a café, en una casa típica de aspecto renovado, con una habitación que ya quisieran muchos hoteles. Y por treinta cochinos euros. Al salir a curiosear conocimos al dueño -cuyo nombre he olvidado-, quien sirvió más café y se ofreció gentilmente para mostrarnos la ciudad al caer el sol. Decidimos recorrerla a nuestro aire, algo escamados ante tanta hospitalidad, y resultó delicioso perderse por los laberintos de casas e iglesias de arenosa apariencia. Agrigento es una ciudad con vidilla, encanto, una combinación de idiosincrasia pueblerina y lavado de cara turístico, que mezcla comercios de moda al último grito -indispensable para los italianos- con talleres de oficios de antaño en los que se trabaja al margen de las tendencias. Birra fresca y cena de pescadito en un recóndito y típico restaurante, con truffato poco casero de postre. Por la mañana más café y tostadas, incluidas en el irrisorio precio, e interesante charla con el propietario, de profesión fotógrafo y periodista, bien querido por sus colegas de Il corriere della sera y bien odiado por la mafia siciliana, a la que no le agradan sus intentonas de evidenciar lo descabellado y corrupto de crear industrias del gas en el Valle de los Templos. Intercambio de e-mails y directos a dicho valle, situado a la entrada de la ciudad, donde los restos de la necrópolis se torran al sol y los turistas desembolsan ocho euros para verlos, cuatro si se es joven o estudiante de ciertas disciplinas, entre las que no se incluye arquitectura, por causas desconocidas. Abalorios africanos, perdidos entre las piedras, foto con turistas japoneses, sorbete de limón y de vuelta a por los bultos, bien custodiados por nuestro compañero de profesión, si es que aún se lo permiten ser. Un par de horas en el autobús, diluidas en cabezadas, y nos inyectamos de lleno en el corazón de la alocada y caótica Palermo, un desorden sin parangón. Motos desbocadas con jinetes a pelo descubierto, coches desbordando la capacidad de los carriles, ciclistas temerarios poseídos por la locura del asfalto, peatones cruzando por sitios inverosímiles... Tan sólo los perros, inmunes al estrés y la estupidez, yacían desperdigados por las aceras en las pocas sombras que ofrecía aquel día casi estival que nos recibió. A esta vorágine enloquecedora se sumaba la manía de los lugareños -e italianos en general- de no bajar jamás de los cien decibelios, un hecho tan grave que han decidido retirar definitivamente el verbo susurrar de su vocabulario. Siendo éste un rasgo fundamental por el que se reconoce a un transalpino, ni mucho menos se puede ignorar la nueva tendencia de los púberes: esclavizarse incondicionalmente a la moda y la frivolidad de la estética. Y es que ni uno solo de ellos se pasea sin un peinado especial y llamativo, recién salido de la pasarela Milán, y por supuesto jamás sin atuendos a la altura: vaqueros ajustados, abrigos hinchados y con pelo sintético -aunque una veintena de grados invite a lo contrario-, camisetas entalladas con motivos que señalan un estado de pseudo-rebeldía que no se veía desde la eclosión del Pop Art, y sin olvidar nunca las popularísimas gafas de mosca (sucedáneos de Ray-ban por lo general), que indefectiblemente han de ocultar la parte superior del rostro y no deben ser retiradas bajo ningún concepto, ni de noche, sólo para limpiarlas y cuando no haya nadie alrededor. Al margen de esta peculiar e incipiente idiosincrasia (y juraría que gran parte de los jóvenes allí presentes eran peninsulares de visita), se respiraba un ambiente bastante mediterráneo, con vetas del norte de África, bien humorado y alegre, síntoma inequívoco de la presencia del cromosoma latino. En muchos comercios y restaurantes se podía entrar dando a gritos los buenos días o tardes y ser atendido como en el bar de abajo de toda la vida. En los barrios que flanqueaban algunas arterias principales se percibía ese africanismo del que hablo; bien podrían ser muchos replicas insulares de Tetúan, Hammamet o Nueva Delhi -aunque no he estado-: bloques de casas a medio habitar, deteriorados y sucios, igual que las calles, angostas, lóbregas, destilando pobreza y al mismo tiempo un sabor que hace de Palermo un rincón pintoresco y digno de recorrer. Por aquella maraña de pasadizos ennegrecidos y terrazas con inacabables catálogos de objetos colgantes, y tras una cena con la pasta de rigor, encontramos el barrio de marcha, Ballaro, underground in-extremis, donde los italianos hipermodernos se sustituían por otros más desaseados y hippies, sentados en cajas de cerveza y bebiéndose la misma, bailando a las órdenes de una disc jockey callejera, entre perros desatendidos, obras, coches inoportunos, inmundicia y menudeos de hierba. Inigualable. Hubo que volver antes de lo previsto por las exigencias de los recepcionistas, estrictos e inflexibles con lo horarios nocturnos. El de Palermo fue el único hotel que visitamos, y además de ofrecer la peor habitación de las cuatro, la única sin baño, el desayuno brilló por su ausencia. Éste nos los procuramos a la mañana siguiente antes de seguir contemplando su inmenso bagaje arquitectónico, algo repetitivo a la sazón, pero sin duda interesante. Regalitos y recuerdos, muchas fotos, helado de limón y chocolate, comida en la terraza del simpático Enzo, mortadela siciliana y a hacer la digestión al puerto. La gama de azules del mar y el paseo contrastaba con el verde brillante de la pradera colindante y la decoración colorista de unas camas de cerámica instaladas para el reposo o el amor. Allí nos reclinamos unas horas, las que nos quedaban hasta enclaustrarnos de nuevo en el autobús, y disfrutamos del sol, los niños volando cometas, la brisa marina y el rumor de las olas: era el oasis de Palermo. Pero hubo que regresar a por las mochilas y volver a Trapani, donde nos esperaba un posadero bastante impuntual y salado, que nos dejó en una habitación estupenda que apenas pudimos aprovechar, pues de madrugada la abandonamos en dirección al aeropuerto, de donde salimos volando, como volando se pasó el viaje, cual última voluntad sobre el patíbulo

martes, 8 de abril de 2008

Claroscuridades

No siempre la luz es el fin, la meta... no siempre es bueno acercarse a ella, a veces resulta mejor morar entre penumbras, pues las respuestas del hombre se acaban escribiendo sobre fondos muy oscuros.

martes, 29 de enero de 2008

Inmutabilidad, palabra de hielo

Apurando los últimos días del mes, con una especie de gripe deambulando por mí y pensando dónde instalarse para someterme definitivamente, me planto por primera vez este año frente a la extensión del páramo. Mis días como morador de la Europa central se van acabando, si bien aquí nada ha sufrido transfiguraciones o cambios escandalosos: el frío fluctúa sin acercarse nunca a los parámetros de los templado, los lugareños no toleran un acento extranjero ni sus gestos de cortesía, los carteristas del metro aprisionan a sus víctimas y los despluman, la música no deja de sonar por los rincones de Praga -jazz, blues, reggae, bossanova... dónde y cuándo sea-, mi calle sigue uniendo el solemne puente de Carlos -que nunca me canso de recorrer- y el de la Legión, cuyo parque flotante ha perdido la vistosidad que le otorgó el otoño... Todo sigue vivo por aquí, y sin anhelos de caducarse. Sólo hay que sentarse en el mítico café Louvre, o el Slavia, con una bebida aromática delante, y decidir dónde ir entonces. La vieja plaza del reloj siempre es un recurso a mano, de día o de noche, cuando la silueta de la catedral de Tyn gana enteros en tenebrismo, y desde el corazón de la urbe uno se puede encaminar a cualquier otro órgano: el parque de Petřin, el mayor de los pulmones, la arteria aorta o plaza de Vàclav -que en realidad es una anchísima avenida-, el castillo y sus aledaños, que hacen las veces de masa encefálica y pensante, o el barrio de Vyšehrad, que reciéntemente visité y disfruté, aunque dudo si es un riñón -con piedra preciosa, claro- o el intestino delgado. Quiero pensar que me queda mucho por ver, y he visto bastantes cosas pintorescas ya: un perro paseando a otro, un borracho comprando galones de aceite y un cochecito de policía, un par de checos amables, jovenzuelos jugando al gato y al ratón con los revisores... Aquí las salidas a la calle siempre aseguran cierto número de sucesos extraños, y sólo por ver a los mendigos pidiendo en posición de pídola -por comodidad o porque se les cae la cara de vergüenza- ya vale la pena hacerlo. Así que cojo mi bufanda y guantes, abrigo largo y oscuro, tarjeta de transporte, coronas intercambiables por cerveza, y salgo escaleras abajo, hacia el frío inamovible.