miércoles, 31 de enero de 2007

Londres: un destino menos

Por fin, tras muchos años, he tenido la oportunidad de conocer la afamada ciudad del Támesis. Ciertamente, no me ha decepcionado, tal vez un poco el Big Ben, que en fotos me parecía algo más monumental y cuando lo tuve delante lo concebí como una mole demasiado terrenal, aunque no por ello exenta de beldad arquitectónica, de noche sobre todo. En cuanto se iba el sol -tuvimos esa extraña suerte, ausencia de lluvias y bastantes horas con el astro rey sobre nuestras cabezas- la ciudad se sumergía en una curiosa atmósfera de misterio, cambiaba de cara. De día estaba espléndida, impoluta, especialmente cuando los rayos solares la bañaban, y de noche dejaba un poco de lado el trasiego y la agitación. Según vimos, la vida nocturna de los londinenses no es demasiado convulsa; el último día, a eso de las once, nos fue imposible encontrar un pub abierto en el que tomarnos unas pintas de despedida. Una pena, como también lo fue haber dejado de visitar algunos lugares emblemáticos como Trafalgar Square o Piccadilly Circus, pero que subsanamos con una estupenda caminata de varios kilómetros, la mayoría de ellos recorridos junto a las orillas del Támesis, río que, por otra parte, no me transmitió toda la inspiración que esperaba extraer de él. Tal vez lo peor de esta grata visita fueran los lugareños, tan hieráticos y fríos, impersonales, tan ingleses, vamos. No sabría decir si destilan esa gelidez y apatía porque se las ha contagiado la ciudad, o si la propia ciudad es a veces tan grisácea y sombría porque se lo han pegado los habitantes. Misterios de la vida. Alguien debería decirles que no cuesta tanto sonreír o manifestar algún sentimiento de cercanía, aunque sea por pura educación. Curiosamente, quien más amable se mostró con nosotros fue un mendigo que vimos día tras otro en las cercanías del hotel. Nos lo cruzamos nada más bajar del autobús, y tras asustarnos un poco por su aspecto menesteroso y la zona poco iluminada tuvimos una extraña revelación: aquel hombre era una viva y deteriorada imagen del malogrado Benny Hill. Tuvimos que desechar la forma conocida del orondo humorista, pues el resucitado estaba famélico y cubierto de harapos, escondido tras un generoso y descuidado mostacho. ¿Será un mito su muerte, y ahora practica la mendicidad en el centro de Londres? El caso es que justo antes de marcharnos, en la estación, nos saludó e incluso nos dedicó alguna palabra en un español paupérrimo, pero jovial. Esto atenuó un poco la mala imagen que habíamos formado sobre sus conciudadanos, aunque sólo lo hiciera por un intercambio de peniques, de nuestras manos a las suyas, pero no me voy a entrometer en las motivaciones de cada uno para ser amable y cortés. No dejó de ser una anécdota curiosa; el más educado de toda la ciudad era aquel desarrapado y gentil sintecho, o quizás todos los pobres de Londres fuesen las mejores personas de la zona, o cuanto menos las más afables y cordiales. Respecto a esto, nos llamó poderosamente la atención que en las repisas de los escaparates y soportales hubiese hileras de pinchos para evitar que se acomodasen sobre ellas dichos personajes, condenados por las autoridades a convertirse en faquires. Ahora me pregunto si el responsable de esto lo hizo para erradicar la pobreza -o al menos ocultarla un poco- o para castigar la buena educación. Son peculiares, desde luego, estos ingleses. Como vimos, todos tenemos lo nuestro, en cualquier parte de Europa y del mundo. Es absurdo intentar ser perfecto, no parece merecer la pena. Fue una gran escapada de fin de semana y resultó agradable compartirla, si bien echamos de menos a quienes no pudieron sumarse a la expedición. Pero bueno, la vida es larga y hay tantos sitios para visitar que jamás los conoceremos todos. La próxima huída seremos más.

martes, 16 de enero de 2007

Edades improbables

Cuando era un niño me imaginaba el futuro como algo improbable, un suceso que sólo afectaría a los demás, si bien pensaba en él con la retórica típica de cualquier alma cándida. Aquello de “cuando sea mayor...” eran simples palabras vacías, carentes de esencia, se decían por pura imitación o inercia, para ser uno más elucubrando sobre un porvenir latente. Haciendo memoria, no conozco a nadie que haya cumplido su sueño de ser astronauta, inventor, futbolista, catador de dulces y demás quimeras -aun es pronto, pero pocos están en el camino de su sueño infantil-. Resultaba sumamente complicado incluso imaginarse a esta edad. Ahora, por alguna razón que escapa a la mía, consigo recordar mi modo de pensar cuando era un tierno imberbe, mis cánones y patrones a partir de los cuales desgajaba el mundo exterior, el modo de regirme y gobernarme, la percepción de una vasta realidad demasiado distante por aquel entonces. Hoy día puedo rescatar algún vestigio de esos años, cuando la ignorancia nos mantenía dentro de los límites de la felicidad, en parajes tan maravillosos como efímeros, pero me sigue costando horrores imaginarme en el futuro. Tendemos a obviar los pasos inmediatos de nuestra existencia para recrearnos en los siguientes, aunque ahora el que me fascina es el último, la senectud, pues la madurez y la talludez se me pueden antojar cercanas incluso, o cuanto menos similares a estas épocas, pero la vejez es algo ignoto y verdaderamente lejano. A veces actúa como acicate para seguir adelante -sí, es una extraña motivación-, es un estado al que llegar será un logro, el final. Si concibo la vida como una navegación, con una excesiva tendencia a estar a la deriva, la tercera edad la entiendo como el puerto donde atracamos o la playa donde quedamos varados y languidecemos -hay muchos modos de llegar a viejo, algunos terroríficos-, pero en cualquier caso un lugar donde estamos estancados y de verdad tenemos tiempo para ser humanos, reflexionar sobre los rumbos tomados en el pasado, hacer acopio de sabidurías y demás delicias a las que ahora no podemos dedicarnos. Tal vez sea una de las pocas cosas buenas de este periodo. Si alcanzo dichas edades, me pregunto cuándo empezare a considerarme un anciano, un ser expuesto a la senilidad y el abandono, las fieras de todo hombre. Según dice Gabriel García Márquez, un hombre comprende que está envejeciendo cuando se mira al espejo y ve en su rostro la cara de su padre. Algún día lo haré, me plantaré frente al espejo, pero para intentar reconocerme a mí mismo y no a mi progenitor, porque no me acostumbraré jamás a un rostro arrugado ni a un pelo cano -soy consciente inconscientemente-, y buscaré en mi faz los detalles del pasado, quizás de estos momentos, o algunos posteriores, y pensaré: así que esto era la vida... Y no sé si lo comprenderé, como tampoco sé por qué me resulta tan enigmático el hecho de poder ser un octogenario curtido en mil vivencias. ¿Será la última parada la que proporcione las respuestas o aclare aquello jamás comprendido? Muchos no quieren vivir tanto, pero yo no pienso renunciar a ello, me parece abominable prescindir de una conclusión ideada para hacer de la vida algo con entidad y sentido. Es curioso, nadie nos enseña a envejecer, y sin embargo es de lo que mejor sabemos hacer...

sábado, 6 de enero de 2007

Música, silencio

Seguro que vuelve tu
voz, la única, reverberando
el beso tuyo. Si son melódicas
las últimas notas del recuerdo,
sabrán volver. Y mientras,
se esmera en crepitar la
quietud, y me añades al
pensar nuevos caminos,
inciertos, serpenteando por
mí. Pero no queda nada, no,
nada -van a estrellarse las
músicas del alma- ¡Qué
olvidado ya su musitar,
su rumor sellado!
Todo es calma tormentosa,
el ruido mudo del tormento,
sí, todos los versos inútiles
que agotan el temblar del eco.
Y me empujas al silencio...