martes, 29 de enero de 2008

Inmutabilidad, palabra de hielo

Apurando los últimos días del mes, con una especie de gripe deambulando por mí y pensando dónde instalarse para someterme definitivamente, me planto por primera vez este año frente a la extensión del páramo. Mis días como morador de la Europa central se van acabando, si bien aquí nada ha sufrido transfiguraciones o cambios escandalosos: el frío fluctúa sin acercarse nunca a los parámetros de los templado, los lugareños no toleran un acento extranjero ni sus gestos de cortesía, los carteristas del metro aprisionan a sus víctimas y los despluman, la música no deja de sonar por los rincones de Praga -jazz, blues, reggae, bossanova... dónde y cuándo sea-, mi calle sigue uniendo el solemne puente de Carlos -que nunca me canso de recorrer- y el de la Legión, cuyo parque flotante ha perdido la vistosidad que le otorgó el otoño... Todo sigue vivo por aquí, y sin anhelos de caducarse. Sólo hay que sentarse en el mítico café Louvre, o el Slavia, con una bebida aromática delante, y decidir dónde ir entonces. La vieja plaza del reloj siempre es un recurso a mano, de día o de noche, cuando la silueta de la catedral de Tyn gana enteros en tenebrismo, y desde el corazón de la urbe uno se puede encaminar a cualquier otro órgano: el parque de Petřin, el mayor de los pulmones, la arteria aorta o plaza de Vàclav -que en realidad es una anchísima avenida-, el castillo y sus aledaños, que hacen las veces de masa encefálica y pensante, o el barrio de Vyšehrad, que reciéntemente visité y disfruté, aunque dudo si es un riñón -con piedra preciosa, claro- o el intestino delgado. Quiero pensar que me queda mucho por ver, y he visto bastantes cosas pintorescas ya: un perro paseando a otro, un borracho comprando galones de aceite y un cochecito de policía, un par de checos amables, jovenzuelos jugando al gato y al ratón con los revisores... Aquí las salidas a la calle siempre aseguran cierto número de sucesos extraños, y sólo por ver a los mendigos pidiendo en posición de pídola -por comodidad o porque se les cae la cara de vergüenza- ya vale la pena hacerlo. Así que cojo mi bufanda y guantes, abrigo largo y oscuro, tarjeta de transporte, coronas intercambiables por cerveza, y salgo escaleras abajo, hacia el frío inamovible.