miércoles, 29 de noviembre de 2006

Vida de ojos rojos

Hasta entonces, la cocina había sido para mí como la selva del Amazonas, un territorio inexplorado. Nunca tuve necesidad de quedarme en ella más allá de unos minutos, el tiempo que tardaba en expoliar la nevera o cruzar hasta la terraza para desterrar mi fétido calzado. Todos los demás elementos eran prácticamente invisibles, incomprensibles incluso; me aterraba la vitrocerámica, que se ponía roja como un semáforo según donde plantase el dedo, con el riesgo de perder las huellas dactilares si no se era muy docto a la hora de hacerlo. Ese era mi caso, por desgracia, y cuando aquel día me quedé solo y sin comida, el pavor tiñó de blanco mis mejillas. Tocaba enfrentarse a ese monstruo plano y deslizante, de apariencia inofensiva, pero un traidor a la postre, mucho más que el abominable cuchillo jamonero que sembró de cicatrices mis manos durante años. Me encontraba abandonado en aquella cárcel alicatada hasta el techo, plagada de electrodomésticos siniestros, sin saber por dónde empezar a fraguar el desastre. Por supuesto, la idea de abandonar se paseó por mi mente varias veces, hasta que el hambre se hizo más grande que el miedo y no me quedó alternativa. Como todo chef novato decidí empezar por lo fácil. Una vez estaba la sartén sobre su placa correspondiente, comencé a pelar una cebolla y a pensar qué demonios hacer con ella, aunque eso significase acabar con los ojos rojos propios de un besugo. Al fin y al cabo, el ser humano tiende a sufrir por puro vicio, como los faquires (ellos tienen más de humano que cualquiera de nosotros, al contrario de lo que se piensa). Con decisión, me dispuse a hacer un sabroso picadillo, pero en cuanto hendí el cuchillo oí un alarido espantoso.
-¡Ay,ay,ay!- se quejó la cebolla.


Solté el arma del crimen inmediatamente, mientras retrocedía espantado. El pobre vegetal yacía sobre la tabla casi partido por la mitad, lloriqueando sin parar. Yo no podía articular palabra de la impresión, pero ella desató una verborrea impropia de un ser tan soso e inanimado. Hablaba y hablaba, y yo escuchaba atónito. Me contó su triste vida, cómo la separaron del resto de la familia y que incluso tuvo que presenciar el asesinato de algunos miembros a manos de un recolector sin escrúpulos. No tenía ni idea de que las cebollas sintiesen y padeciesen como nosotros. Comencé a sentir una profunda tristeza por tanta desdicha según seguía desgranando su lamentable existencia. Al parecer, en el cajón de la nevera todos le hacían la vida imposible por su olor pegajoso, lo que la tenía sumida en una depresión permanente.
-Hasta los pepinos, que son todos imbéciles, se meten conmigo - dijo con voz mustia.

Yo odiaba los pepinos con toda mi alma y por eso me sentí rápidamente identificado con mi nueva y picante amiga. La pobre, agonizando, estalló en lagrimas. Había algo contagioso en la levedad de su llanto; enseguida noté como mis ojos se humedecían y empecé a llorar también, al unísono. Corrí a darle un abrazo para intentar consolarla, con tan mala suerte que se me escurrió al apretarla contra el pecho y voló grácil hasta posarse en el aceite hirviendo. Un nuevo grito resonó entre los azulejos, y ya no se oyó nada más. La rescaté del dorado infierno con cuidado y la serví en un plato elegante, porque se merecía el más lujoso de los sepelios. Antes de sentarme a la mesa abrí el cajón de las verduras y eché una terrible reprimenda a todos los inquilinos, que me miraron acobardados. Con un sentimiento de culpa inimaginable, me fui llevando las suaves capas a la boca y las mastiqué lentamente, paladeando la mismísima muerte. Sabía deliciosa. Eso era un auténtico cadáver exquisito y no el juego que idearon Tristan Tzara y sus dadaístas. Una vez saciado, me marché al cuarto de estar a hacer la digestión y honrar su memoria. Quizá hubiese querido que esparciese sus restos en algún lugar concreto, como quién difumina un atardecer en el Mediterráneo con las cenizas de su bisabuela, pero la idea de regurgitar me pareció siniestra. No eran horas de andar exhumando nada. Al poco llegó mi madre, que al verme tirado en el sofá tan taciturno y cariacontecido se asustó. Sólo le explique brevemente lo sucedido, que acababa de asesinar a una amiga y además había devorado su cuerpo. Ella mezcló una sonrisa forzada con una mueca de espanto, al tiempo que hurgaba en el bolso a escondidas buscando el móvil para llamar corriendo a las autoridades.

domingo, 26 de noviembre de 2006

El mundo invidente

Hubo un día en el que se cansaron de brillar todos los astros. Existieron amagos de retomar aquel fulgor que alumbrara antaño a quienes agotaron luces y engendraron sombras, pero no alcanzó apenas la vitalidad de un destello. Se había perdido por completo el control sobre lo visible. Ese mundo imperceptible se volvió más real que cualquier otro, sólo la ausencia le imprimió detalles, formas, aristas, que nadie asimilaba, pues ni siquiera sabían hacerlo cuando todos veían. Ahora cada ser se igualaba al de su lado; todos pendían del mismo hilo, se revolvían en el mismo hueco. Pensar, meditar...¡Ah! ¡Ya no servía!. Los instintos hostigados se reubicaron y manifestaron como única vía. Allí, en la oscuridad, junto a la nada y el vacío, entre hipotéticas dimensiones, habían empezado a reencontrarse las criaturas, mas no entre ellas – no podrían verse, percibirse – sino con sus propias ánimas aletargadas. Qué difícil resultaba reconocerse por primera vez, palpar con sentimiento, y qué extraño desconocer posiciones en un universo desproporcionado. La uniformidad se erigió entonces como madre naturaleza y a todos se les antojó descomunal. No existían partes; el todo, la amalgama racional, fue hegemónica. Y aquel niño, cegado desde su concepción, y por tanto menos ciego que los demás, dijo «Ahora yo gobernaré y marcaré el ritmo de la raza. Ahora sabréis lo que es sobrevivir en lugar de vivir sobre el resto. Antes no había más ciego que quien no quería ver, y ahora no lo habrá más que aquel ciego que no sepa ver». Todos lo comprendieron, pero el mundo siguió controlado por la invidencia.

miércoles, 22 de noviembre de 2006

Lunes

Despuntaba el lunes, pero el sol aun demoraba su aparición. Ni un alma se aventuraba a salir todavía. Él se desplazaba con pesado caminar, aunque firme y constante, mirando el lugar exacto donde detenerse y poner fin a su cometido. Llegó, y clavó los talones sobre la nada. La mezcla de brisa y estrellas fugaces invitaba al sosiego, a paladear por un instante la tranquilidad. El reloj, con sus insolentes chasquidos, le arrebataba tal placer. Los más impacientes se acodaban en las repisas, blandiendo el desayuno, frunciendo el ceño para intentar verle. Les resultaba imposible, sólo sabían que por allí andaba. Era temprano para los niños, los únicos capaces de deslindarle de las sombras. En su interior, le entristecía ser tan invisible. Resignado, desató el cordoncillo dorado del pesado bulto que portaba, y éste empezó a crujir. Como quien extiende una alfombra, tiró de un extremo haciendo volar el otro, con un certero movimiento. Una lengua oscurísima se proyectó desde sus manos hacia el horizonte, y suavemente se depositó. El ligerísimo temblor avisó a los madrugadores, que corrieron a por sus enseres. Dio media vuelta, satisfecho, mientras la gente se precipitaba sobre la calle que acababa de poner.

lunes, 20 de noviembre de 2006

Bienvenidos al Páramo Licencioso

¡Pues sí, al final también caí en la tentación de hacer mi propio blog!. Hasta ahora había sido una idea maltratada; siempre pensé que escribir uno sería como poner el primer ladrillo de una torre que no tardaría en derrumbarse, que nadie lo leería, y en fin, otra serie de excusas disuasorias. Desde hace un tiempo hasta hoy fui cambiando de mentalidad y percibí la esencia de estas bitácoras a través de un prisma distinto y descubrí una utilidad desvinculada de los demás: tanto si mis escritos se leían como si no, lograría aligerar la mente y desahogar el espíritu creativo. Es más, lo atractivo no es saber con certeza que alguien vaya a leerme -aunque sea por mera educación- sino ser consciente de que puedo ser leído. Lo compararía con el miedo a ser descubierto haciendo algo "malo". Algunos roban o intiman en sitios poco ortodoxos simplemente por el temor a que les pillen, circunstancia que infiere a lo cotidiano grandes dosis de emoción. En resumen, escribo aquí por puro morbo, y de paso para plasmar ante el mundo todas las ideas atascadas en mi mente, pues en el disco duro se descomponen irremediablemente. Al fin y al cabo, los textos están para ser percibidos, de hecho los ojos ajenos son pulmones que les proporcionan oxígeno y evitan su desaparición.

En otro orden de cosas, explicaré brevemente el título. El término páramo ilustra esta estepa recién inaugurada; creo sobre la nada, el vacío. También refleja el posible rechazo; a muchos les podrá parecer un hueco digital si no hallan nada de su agrado. Y será licencioso porque aquí habra lugar para el placer y el regocijo y al mismo tiempo para lo inmoral y lo transgresor. Si algún día no encontráis ni blog ni escritor en su sitio habitual, seguramente halléis a ambos en una esquela del periódico. Pero bueno, no me apetece ponerme a criticar en el primer post. Sólo espero que os paséis de vez en cuando y os sirva de un modo u otro. Cualquier crítica o comentario será bienvenido y respondido, por supuesto.

Sin más, bienvenidos al Páramo Licencioso.