miércoles, 17 de octubre de 2007

Héroes Del Silencio

Hace once años proclamaron, sin que les creyésemos, que volverían en la gira del próximo milenio. No hallábamos posos de café que auspiciaran su reagrupación, y en efecto transcurrió una década de angustia e incertidumbre que confirmó los fantasmas de su desaparición. Pensábamos que efectivamente nos habían olvidado, pero cuando habíamos perdido la esperanza hallada en su propia fuente, reaparecieron, en la ciudad que los vio surgir y hacerse grandes, a orillas del Ebro, en el día más señalado. Volvieron para desterrar nuestro hastío melódico, para ponernos fuera del alcance del bostezo universal, donde bogábamos casi exánimes y estancados. Verlos era una de las cosas que nos quedaban por hacer.

Aquel día 12 de octubre comparecimos con antelación y nervios en el lugar de tan señalado evento, en nuestro sitio, para sacarnos nuestra espina. Dos horas y media antes del inicio de la magia ya estábamos allí, las dos horas y media más largas de nuestras vidas, que darían paso a las dos horas y media más cortas de las mismas. Me había jugado varias cenas a que no volvería de Praga hasta bien entrado el próximo año, pero perdí mi apuesta por el rock and roll. Mereció la pena el viaje y la espera.

A las nueve de la noche se apagaron las luces y la gente empezó a darse cuenta de lo que estaban a punto de presenciar. Unas pantallas mostraron las siluetas de los héroes al trasluz, moviéndose con parsimonia, mientras sonaban las guitarras de El estanque. Y entonces se alzaron y los vimos juntos por fin, sobre un escenario, poniéndonos la piel de pollo. Cinco figuras que no habían perdido la magia de sus manos y cuerdas vocales. Comenzaba el espectáculo.

Tras una traca de temas inolvidables, con una Sirena varada que nos conmovió a todos, Bunbury se acercó al micrófono para pedirnos un interceso; su voz estaba amenazando con decir adiós prematuramente. Todos palidecimos, pero el héroe volvió enseguida con más fuerza y, desde la pasarela que dividía al público en dos sectores igual de entregados, continuó deleitándonos con baladas supremas como La herida.

Al poco se volvieron a retirar y el público rugió enfervorizado pidiendo más acordes, redobles y alaridos. No era suficiente. Todavía faltaban algunas joyas de su extensísimo repertorio. Retomaron el camino al escenario y, entre aludes de aplausos, pusieron toda la carne en el asador, con malditos duendes, iberias sumergidas y tierras entre las que instalarnos, si bien poco duramos allí, pues nuestro ascenso hacia algún tipo de limbo fue instantáneo. Y en el clímax desaparecieron una vez más. Entonces tragamos saliva con gesto descompuesto suponiendo aquello el final, pero no nos rendimos. Un ‘Héroes, Héroes’ brotó de cada garganta allí congregada, y las palmas ardieron al chocar entre sí tras el segundo y último regreso. Fue en ese momento cuando toda luz dejó de brillar y las gradas se tornaron un mar negro salpicado de mecheros, miles y miles, formando constelaciones, encendidos por una chispa adecuada que fue, simplemente, inolvidable.

Y por desgracia se empezó a perfilar el ocaso de tan memorable actuación, un auténtico tesoro que almacenamos en la alacena de nuestras mentes, que al atisbar el final enfermaron de desdicha, como presas de virus, abandonadas en brazos de la fiebre, temerosas por no haber recibido bendiciones o flores de loto que hicieran rodar su fortuna.

Se fueron de súbito. Nunca fue tan breve una despedida, ni quisimos creer que fuera definitiva. Se desvaneció el sueño. Intentamos volver a él en vano, y en ese instante deseamos morir de siesta para revivir aquella experiencia impagable. La música dio paso al silencio que nos hizo enmudecer durante horas. Sin palabras.

sábado, 6 de octubre de 2007

Praga, la joya de la corona

Por fin, escribo unas líneas desde la inmaculada y bella ciudad de Praga. Decía Goethe que era la piedra más preciosa de la corona de las ciudades europeas, y se quedaba corto. Aquí todo se saborea: las calles empedradas como serpientes infinitas, los tranvías nerviosos, la lluvia traicionera y, por supuesto, la cerveza. Es el caldo vital de toda su actividad; estoy convencido de que el río Moldava, que divide la urbe perpetuamente, es pura y densa cerveza negra. Nada más poner pie en Praga, se percibe un evidente acogimiento, que sin duda surge del visitante, pues los anfitriones desprecian sistemáticamente a todo aquel que no habla checo a nivel de catedrático. Aquí el frío es inversamente proporcional a la simpatía. Es más fácil ver el sol huidizo que una sonrisa o un mínimo gesto de calidad humana. Incluso entre ellos se tratan con cautela, miedo quizás, como si demostrar afecto o alegría fuera un delito penado con cien latigazos. La gente joven, al menos, se muestra más hospitalaria y familiarizada con el inglés. Pero volviendo a la ciudad en sí, es difícil objetar algo. Praga es un lugar hechizado que emana auténtica magia, sortilegios que se inyectan en quien la recorre como una dulce dosis de sosiego. La ciudad encantada. Además del jolgorio o la dicha, parece estar prohibida la fealdad; no hay calle del centro y muchos otros barrios que no tenga una hilera de casas impolutas y llamativas, cada una distinta de la siguiente y la anterior, con un patrón tan poco armónico a veces que eleva el conjunto a una maestra creación. En los rincones se amontonan los hechizos que sin duda levantaron Praga. Es casi alucinógeno ser la savia de sus calles. Los lugareños, tras su rictus impenetrable, deben de padecer lo mismo, aunque lo disimulan muy bien. Según veo, está más de moda pasear con un perro miniaturizado de ojos saltones entre los brazos, o en una bolsa de viaje, donde sea excepto en el suelo azabache, como el resto de los perros del mundo. La próxima vez que salga al exterior haré como ellos, intentaré ocultar con caras de perro la ilusión de vivir aquí, y con suerte alguien me cogerá en brazos y me paseará de lado a lado.