domingo, 1 de julio de 2007

Desvarío estival

- Toc, toc...

- ¿Quién es?

- El verano

- ¡Joder, ya era hora!


Y sé que es él porque los grillos han perdido el miedo a la noche, porque el sol ningunea a la luna y sus reflejos de plata, porque la piel insiste en no ser cubierta, porque algo me conmueve continuamente. El verano es la sensación de no estar haciendo nunca lo suficiente, y al mismo tiempo de saber deleitarse con la más nimia experiencia. Percibo el rumor del mar a miles de kilómetros, tentándome, a la quietud de las cumbres, obrando igual, a los parajes recónditos de la naturaleza, invitándome, a las estrellas que se esmeran en duplicar su fulgor. Y el verano es tener tiempo para someterse con gusto a todos estos extraños influjos que se desatan súbitamente tras un insoportable letargo tan extenso como desquiciante. Pero tantos segundos de ofrenda invitan a pensar, meditar, a repasar mentalmente el camino que nos ha llevado al clímax del año, al goce simple y efímero. Es, efectivamente, ese estado de conmoción casi perpetua, de hipersensibilidad a los estímulos, de incerteza y confusión por no poder reconocer la mayoría de ellos, el sentido de desorientación parcial, el por qué eterno. ¿Por qué? Esa es la pregunta más formulada en mi ser, y aunque se repita hasta la saciedad, suele ser la cuestión más absurda, retórica e irresoluta de todas. Porque cuando hay tiempo para cavilar sobre lo que ha de ser reflexionado, hay también retorcidos accesos de dolor e incertidumbre, los que acarrea la ausencia de respuestas y conclusiones. Y es que cuando pienso y me pregunto y no hallo contestación concluyo: no podemos ser la razón de todo esto. Y si no somos eso, entonces no somos nada.