martes, 23 de septiembre de 2008

¡Coño, el otoño!

Cuando salí ayer a la calle ya sospeché de su llegada, no por el fresco, la lluvia inoportuna o la ropa de abrigo aún mal planchada sobre los transeúntes; más bien era la sensación extraña que me invadía al caminar, al recorrer los pasillos del metro como el ganado urbano de caras mustias, esa sensación que parece nostalgia pero no lo es, aunque conmueve de forma parecida e inexacta. Fue tan preciso el cambio de estación con el del clima que todo se me trastocó excesivamente, aunque, por otro lado, sentí de nuevo la presencia de la inspiración, que se había reblandecido con el calor o andaba de vacaciones sin haber pedido la venia. Y así he conseguido reconquistar el páramo, que ya era hora. Inopinadamente, el otoño es un intervalo algo accesorio, ese que suele ser favorito de quien no puede disfrutar plenamente del verano por el trabajo, se pasa la primavera encerrado por la alergia y el invierno por el constipado, pero cada año acude sigiloso cargado de una extraña propensión a provocar conductas y episodios pintorescos, esos que tanto me gusta padecer y después recopilar en este espacio. Ayer mismo, una mujer con la cara naranja como una zanahoria me preguntó por una calle -en la que estábamos, no esperaba menor despiste-, y comprendí que efectivamente el estío ya era pasto del reloj biológico terrestre. Lloverá, y mucho, según dicen, pero habrá que resignarse; si es el precio por poder disponer otra vez de la capacidad creativa, la recibiré con brazos y boca abierta, que hay crisis y beber del grifo es un lujo sólo al alcance de los especuladores. Con suerte, antes de jubilar este memorable año terminaré de parir mi indecisa novela, que se empezara a gestar hace ya demasiados meses, y de la cual podrá disponer cualquiera que me la reclame, por supuesto. Y paciencia con el frío, que hay cosas peores con las que temblar...