lunes, 4 de enero de 2010

Traslado del blog

Como aventuré, he trasladado el blog a otra parte. De aquí me he llevado aproximadamente la mitad de los artículos, tras una improvisada selección, y aunque no cerraré el Páramo, se quedará tal y como lo veis.

El el nuevo espacio, que inauguro bajo el nombre de Latitud Latente, encontraréis lo mejor que he puesto aquí hasta la fecha y todos los nuevos artículos que me dé por redactar. Espero que mi asiduidad a la hora de escribir sea similar a la de los comienzos del Páramo, y al menos publique dos o tres posts cada mes.

La dirección es ésta: http://nachosamper.wordpress.com/

El post del 4 de enero es el primero de los nuevos, a la vez que el de bienvenida. Os invito, como hiciera con este blog que hoy abandono, a pasaros siempre que queráis, y por supuesto a comentar cualquier aspecto de los artículos. Todavía no está completo en cuanto a enlaces y elementos adyacentes; si tenéis un espacio virtual y queréis que lo incluya en la sección correspondiente, será un placer, como también acepto recomendaciones para los apartados de libros y películas.

Sin más, gracias a todos los que os habéis pasado alguna vez por aquí a lo largo de estos tres años y pico. He podido saber de gente que visitaba el Páramo con frecuencia y de la que nunca llegué a tener constancia; me gustaría que tanto los que me conocéis como los que no dejéis algún rastro de vuestro paso por el nuevo blog, con el único fin de poner cara a todo aquél que tenga la gentileza de visitarme y poder mejorar mis dotes de anfitrión.

Nos vemos en Latitud Latente. http://nachosamper.wordpress.com/

viernes, 4 de diciembre de 2009

La yema de la memoria

Hace poco me recorrí una docena de tiendas en busca de esas bombillas que duran varios cientos de horas y encima ayudan al medio ambiente, pero ningún dependiente me pudo proporcionar la que necesitaba, la de las ideas. Porque la mía, la de siempre, de las de toda la vida, debe de estar fundida y contaminando como un viejo seiscientos.

No sé dónde se compran las bombillas de pensar, las que se cargan de talento e irradian ideas brillantes; si las hay, prefiero que sea de ésas nuevas y duraderas, no quiero más épocas de oscuridad creativa ni andar con velas de imaginación que solo dan a luz textos pobres y masticados. El caso es que me he comido un plátano y en vez de vitaminas he notado como asimilaba una suerte de inspiración -habrá sido el potasio, o esa parte ennegrecida que siempre evito y que tal vez sea un nido de ideas peregrinas-.

Estaba ahorrando para una de esas bombillas y todo apunta a que ha sido en vano. Después del chasco compré un periódico y miré la sección inmobiliaria para ver si me alcanzaba para un piso -por eso del cambio de aires-, pero apenas me daban por ello un baldosín o dos enchufes y me pareció un despilfarro. Por otra parte -la positiva-, deduje que una mudanza bloguística podría ayudar a recuperar las aptitudes de escritura y las fuerzas para teclear, y tras meditarlo sucintamente he decidido empaquetar todos los textos y marcharme a otra plataforma. Es posible, incluso, que cambie el nombre de ésta, mi guarida virtual, y le dé otro aire, otra decoración y leitmotiv.
Espero recuperar las ganas de amorrarme al alfabeto y aliñar con mordacidad cualquier anécdota; intentaré hacerlo antes de fin de año, no vaya a parecer que es uno de esos propósitos inútiles que se asumen por el salto anual, y que nunca se consuman.

Tengo la sensación de que la bombilla es un concepto efectivamente asociado a las ideas, pero que hasta la fecha se ha tenido en cuenta de un modo incorrecto; aquel día, el de la búsqueda frustrada, vi por casualidad unas pequeñas en forma de huevo, o de ovoide por lo menos, y algo me dice que son las que debo adquirir. En realidad, la idea existe una vez rompe la bombilla, como un pollo ha de quebrar el cascarón que lo retiene para empezar a vivir. La bombilla es sólo eso, una corteza bajo la cual se va fraguando algo que de eclosionar, antes o después, vivo o muerto. Desconozco, por otra parte, cómo ha de empollarse un cigoto de esta clase -imagino que no será a la vieja usanza, pues dar calor a una fuente que ya lo produce es tan inútil como escupir al mar-, pero en cuanto lo logre y vayan naciendo ideas, espero os paséis a visitarlas por mi nuevo hogar.

jueves, 1 de octubre de 2009

Mensaje en una botella

La policía encontró el cuerpo tumbado en la bodega. No había marcas de violencia a primera vista. A escasos centímetros estaba un hueco donde, horas antes, descansaba una botella legendaria. Ninguno de los allí presentes estaba al tanto de si el vidrio, ahora plantado entre las piernas del muerto, ostentaba leyenda alguna, ni parecía importarles tal dato; todos miraban el cuerpo exánime tendido sobre el maderamen, atentos a la curiosa forma que ofrecía, rígido y yerto, con las manos plantadas a ambos lados de la cabeza, sobresaliendo a modo de segundo cuello. Era una botella humana cuya vida se había bebido alguien. El oficial, cansado del cadáver, sostuvo el frasco del hueco a contraluz y halló un paño arrugado ocupando la mitad de la cavidad. Había absorbido el vino completamente, con ansia moderada. El único testigo de todo está borracho e inconsciente, se lamentó el descubridor.

Un agente recién incorporado al cuerpo tropezó con el cadáver y cayó de bruces contra las tablas, justo antes de ser reprendido por todos. Los brazos se descolocaron un poco, y él mismo tuvo que devolverlos a la forma original -la de una carnosa botella tendida sobre la chapa de un gran sarcófago mohoso-. Era la hora del bocadillo, pero nadie tenía hambre. No obstante, todos los presentes miraban en ocho direcciones y escudriñaban las baldas y celdas repletas de añejos, anhelando echar cien tragos consecutivos y celebrar allí mismo que por suerte el muerto era otro y no ellos. Un pretexto validísimo para el más reacio, pero no para el oficial. Prohibía tajantemente tocar una sola botella, mientras manoseaba la legendaria y plantaba sus huellas por todo el vidrio verde intentando sacar el paño con un alambre deformado. Lo extrajo pronto, y a cada nariz llegó un tufo a sangre fresca. No sólo es vino esto rojo, reparó, y pidió a sus subalternos una superficie limpia y clara. El mismo que tropezara le ofreció sus manos en forma de cuenco, ganándose una merecida bofetada. La bóveda acústica, por extraña razón, no imitó el chasquido de mejilla azotada; incluso el eco había huido tras exhumarse el paño.

Quien tuviera una idea acerca de cómo pudo hallar la muerte aquel anciano vestido de carmesí, probablemente se equivocaba y su hipótesis era deliberadamente peregrina. El oficial se dejaba seducir por cierto embrujo milenario, sin confesarlo, si bien seguía apostando por un envenenamiento macabro. Pero aquí no hay rastro de huellas, maldecía, y justo encontró labios marcados por todo el cuello de la botella. Después le consiguieron una loseta de mármol deteriorado, plana y clara como él pedía, y sobre ella estrujó a conciencia el paño sanguinolento, que al retorcerse emitió una suerte de quejido e hizo palidecer al más atezado. En el mármol se derramó el líquido y sus salpicaduras; allí pudo verse la mezcla de vino y sangre, las dos densidades, los dos posos tan distintos. Quedó ordenado que nadie tocara la loseta hasta verse coagulada la sangre.

Entonces liaron cigarrillos y fumaron, y siguieron lamentando no poder catar las bellas fermentaciones que los acechaban. El olor a humo no impidió a la bodega recuperar su atmósfera de vino rancio. En el mármol -ya de color rosa, desvaído- se fueron quedando pedazos de sangre sólida, dispuestos de una forma caprichosa y nada casual, que vistos desde una perspectiva -concretamente la que adoptaba el oficial al contemplarlos- componían con terrorífica imprudencia la pequeña y deteriorada figura de un anciano, sin signos de vida, encorvado y retorcido, como presa de un dolor intolerable.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Ejercicio póstumo

En el error (erre con erre) se ensartan la fatalidad y la estupidez de un modo portentoso e indivisible. En la reiteración del error (erre que erre) interviene la misma mezcla, con la añadidura de la esperanza ("tal vez a la segunda..."). Ésta última es también la última en perderse, o casi, pero las otras son inalienables e indestructibles; de una apenas dudaba Einstein, entre otros, y de la adyacente sólo podría decir que se trata de una ley natural. Quizás en alguna dimensión paralela o inframundo de éste, nuestro hermoso pozo, se rija exclusivamente por la fatalidez y la estupidad, algo que a nosotros nos suena a vicio y lascivia. Todo ello hace pensar que son el puro origen del componente erótico o placentero que se experimenta al errar o equivocarse, cuya existencia es tan innegable como la de la sal en el mar, si bien para disfrutarlo es necesario haber recorrido buena parte de la vida de uno con las consecuencias de cada error a cuestas. ¿Por qué? Por que sólo en el lecho de muerte, cuando el ser humano halla unos minutos de total lucidez para hacer reflexiones verdaderamente profundas, puede tomar consciencia de los caminos que le fueron bloqueados con cada equivocación o fallo urdido. De este modo, averiguamos si esos errores nos han conducido a la mejor o menos mala meta, y automáticamente se convierten en grandes logros o pasos aún más negligentes. Por fortuna, el estado catastrófico en el que cada ser humano llega a dicho momento impide recopilar y descifrar miles de vidas nunca consumadas, y alguna sustancia segregada únicamente en esos instantes nos ayuda a convencernos de que aquélla a la que ponemos punto y final ha sido, indudablemente, la mejor opción posible. Para algunos y contados resurrectos, ésta ha sido siempre la esencia de la consabida coletilla "morir en paz". Por poner una pega, resulta algo desalentador el no poder disfrutar del error en vida, cuando no podemos ver sus consecuencias, a no ser que alguien nos ilumine con esta revelación que hoy expongo. No he muerto y resucitado para saberlo, no, creo que simplemente se le han escapado unas gotas de lucidez a esa glándula vaga que sólo se exprime en la recta final. Los pesimistas y escépticos tendrán que agotar sus tortuosas vidas para comprobar cuánta razón tenía, mientras que los optimistas y visionarios podrán regocijarse en sus propias cagadas según las cometan. Que surja o no el vicio, no es cosa mía por el momento. Al fin y al cabo, el placer de equivocarse es casi un ejercicio póstumo...

jueves, 30 de julio de 2009

Queso ladrador

El señor Blas se remangó con la lentitud del hombre interminable que era; enseñaba la cicatriz del antebrazo a los parroquianos, como cada velada. Ya ni siquiera le ponía entusiasmo al presumir, la mostraba por inercia o puro hábito. Diecinueve puntos, cosidos el día diecinueve de algún año remoto, tras un bayonetazo errático... Algunas noches de afluencia masiva eran más de veinte, por eso sólo dejaba ver la estela de guerra fugazmente, impidiendo a cualquiera contar cuántos constaban. Nadie era capaz de distinguirlos estando repleto de vino y orujo, ni con todo el tiempo del mundo.
Con cada chato de vino servía una tosca loncha de queso rancio, de un descomunal y eterno ejemplar. Dejarla en el plato era un mal gesto a evitar, algo parecido a mear en su propia cicatriz con desprecio. Cierta vez, un muchacho nuevo que iba de paso a la ciudad osó engullir sólo meda ración, acompañando el masticar con una mueca de desaprobación ante el estado catastrófico del queso. Al final hubo de comerse entero lo que quedaba de la pieza, tendido sobre la barra, el propio Blas y sus cien kilos apoyados en el lomo quebrado, quien luego lo arrojó a través de la ventana con pasmosa rutina.
Todos acudimos al día siguiente con una sonrisa taimada esculpida entre las comisuras; el queso había desaparecido por fin. Se había ganado el sobrenombre de "La piedra filosofal" tras años incontables ejerciendo de tapa obligada de un modo tan misterioso. Blas había dispuesto varios vasos sobre la barra de mármol roído, que encontramos nada más hacer acto de presencia, cada uno acompañado por dos generosos tacos de queso aceitoso y ocre. A su espalda, un enorme ejemplar de La Mancha reposaba en la encimera, a medio cortar, fingiendo ser una sonrisa de burla. Nadie halló un vocablo suficientemente terrorífico para bautizarlo.
El de Blas era el único bar del pueblo. El pueblo era el único espacio habitado en veinte kilómetros a la redonda. La fatalidad se empeñó en que el forastero que mascaba tabaco decidiera alojarse allí por dos días. Durante el primero no abrió la boca en el bar, ni bebió alcohol, ni probó bocado alguno. Lo apodamos 'El pensador', pues se acodaba en la mesa y clavaba la vista en las vetas de la madera, adoptando una postura muy académica. Durante el segundo calcó dicha pose en la misma barra, delante del propio Blas. Pidió una cerveza y la bebió a sorbitos a lo largo de una hora, ignorando por completo el mendrugo de queso arenoso que había florecido junto a la jarra. Una vez dio cuenta de ella, pidió otra sin apenas levantar la mirada. Todos los presentes recurrimos al gesto instintivo de entornar los ojos para evitar que las salpicaduras de sangre nos los nublaran. No hubo más derramamiento que el de otro medio litro de cerveza en la jarra sobada del forastero; de nuevo, Blas colocó a su vera un plato mellado, el doble de grande, con dos pedazos de queso y un currusco de pan. El foráneo reemprendió la liturgia de beberse la rubia en pequeñas diécesis. Las fauces del rollizo posadero crujieron.
- Es posible que esos trozos de queso suyos sean tan pequeños que usted no haya llegado a verlos...
Cuando sus miradas convergieron, las bombillas flaquearon y quisieron desvanecerse de puro pánico. Cuando el extraño aferró el plato con dos dedos y lo acercó para sí, nosotros dejamos escapar discretamente el aire que llevábamos una eternidad conteniendo entre las costillas. Cuando lo depositó en el suelo tras escupir el tabaco sobre él y acudieron los gatos a devorarlo, alguien se meó encima y nadie se alarmó por ello.
El más joven, pardo y medio cojo, de nombre Polvo, lamió el regalo y rehusó hincarle el diente a semejante ofensa gastronómica. El Perdigón, cascado y curtido en hambrunas, engulló buena parte masticando ruidosamente, acaparando toda atención. Nada más aconteció durante su ingesta. Toda vez se sació, dio media vuelta y enfiló la mesa grande del fondo, donde le esperaba el compañero aún hambriento; más o menos a mitad de camino, en el vértice geográfico del local, volcó violentamente y consonó eructos y estertores a modo de despedida.
Blas despegó al malogrado de las baldosas y lo llevó a la cocina. Después salió con la escopeta en ristre y le reventó las tripas al recién llegado sin pestañear. Nos echó a todos del bar con una pavorosa paciencia, empujando hacia la portezuela a los más ebrios que, como los demás, miraban embelesados la extraña figura que los intestinos del desconocido habían formado al desparramarse sobre el enlosado; pareciera una cabeza de perro ladrando furioso.
El aforo fue idéntico la noche siguiente, si bien ninguno de sus miembros fue capaz de avistar el queso en todo el bar. Donde antes yaciera, se erigía un esbelto caldero de hierro colado, humeante, babeando un penetrante olor a caza, del que Blas iba sacando con un cucharón medio doblado generosas raciones de carne hervida y patatas para hacer de carabina a veinte vasos de vino, dispuestos como un pelotón de fusilamiento sobre la barra.

viernes, 10 de julio de 2009

El abominable hombre de las rosas

Me refugio en la calle de la angostura hecha piedra, apenas un pasadizo abandonado en mitad de Barcelona. Sí quisiera recorrerlo en postura de crucifixión, seguramente me viera obligado a cruzarme de brazos y aerodinamizarme para ganar el otro extremo, donde nace una plazoleta decadente en la que conviven turistas exploradores y nativos de perfil circense. Los mossos pasan furtivamente por la zona, como quien padece un sueño y vuelve a la rutina sin alteración alguna.

Podría decirse que vivo emparedado en un gran pasillo, lo que no significa ni mucho menos que ya sea pasto de la claustrofobia; tan sólo me inquieta pensar cómo habría sido la estancia de haberme hallado al otro lado del corredor. Cuando me asomo a él, la primera idea que me aborda es la de salvar la barandilla y saltar a la cornisa del edificio adyacente, peligrosamente cercana, aunque si no lo hago es por el miedo a introducirme en un mundo excesivamente distinto. Sé, de buena tinta, que la pequeña atmósfera de la callejuela es en el fondo tan densa porque su razón de ser es la de separar dos dimensiones enfrentadas. Frente a mi ventanuco se ubica una habitación extraña, casi siempre eclipsada por toallas tendidas, donde día tras día un descarado paquistaní arracima las rosas que ha de ir a vender por la Rambla, y aunque podría alargar el brazo para robarle una y abofetearlo por espiarnos cada noche, soy consciente de que en realidad pertenece a un mundo tan remoto que jamás podría tantearlo mediante gestos terrenales y convencionales.

Si el primer día me hubiera equivocado de portal, tal vez me hubiese convertido en él, y ya estaría incordiando con flores baratas sin aroma alguno a los tortolitos que pasean en dirección a la Barceloneta. Y tendería las toallas chapuceramente y miraría de reojo al vecino del edificio próximo, que estaría devolviéndome la mirada y pensando de dónde demonios puedo sacar tantas y tan deplorables rosas.

Por ahora no quiero saber más de ese universo; lo que he descubierto de él hasta el momento ya me parece excesivo. Creo que ahora bajaré al paseo, y si le veo con su cadáveres de jardinería, no creo que pueda evitar señalarlo inquisitivamente como si acabara de bajar de un platillo volante.

miércoles, 17 de junio de 2009

Prodigiosa crónica del alunizaje umbilical

He vivido tres años y medio dentro de un mamut, pero en ningún momento me creí aquello de "cuando llega el solsticio de verano, más vale tener cerca un plan de pensiones". En realidad no recuerdo la concatenación de estos hechos; por lo que sé, según unas anotaciones de mi alter ego en una servilleta negra, nos hallábamos en una tierra gobernada por póngidos. Como en aquella obra de teatro de primeros de siglo, todo parecía ser más liviano, es decir, las cosas tenían la consistencia de los viejos paraguas. Por ese motivo, entiendo la caótica sucesión de tanto despropósito, pero no me lo tengáis en cuenta. Ya os avisé de que nadie había conseguido mezclar mercurio y sombras en un mismo recipiente. Un osario sudoroso, eso era; si le recorría la levadura del futuro, jamás pensaba en sostener más de un nido de buitres sobre su entrecuesto, y el relente de su mirada torva, siempre veteado de prisas, imitaba un crujir insoportablemente calcado al de su propia sordera. Cuando ella, la vetusta moradora del mar polvoriento, hacia alusión a la mazmorra o sus zarigüeyas inertes, todo temblaba como en un mal sueño de azucar quemado. Para la desgracia del zahorí, la noche cobraba un insoportable hedor a maiz huérfano. Sin saber cómo, se había adentrado en las entrañas purulentas de su propio ser, de un modo calcado a cuando, de niño, abatía a los cuervos arrojándoles nueces calcáreas y la sal más sometida al óxido. Aproximadamente un queso de bola conquistado por las larvas, y de hito en hito, miles de misivas a un satélite pobre en brillos. A la medianoche de cada mes, las huestes de serrín bogaban a través de algún viscoso afluente, como enajenados, en el surco de su ineptitud, y las escasas escamas aún blandían la osadía del fósforo. Igual que tras la sobredosis de sueño, cada arista cóncava bailoteaba sobre su pábilo y hacía de la danza una alegoría de la aniquilación.

miércoles, 29 de abril de 2009

La importancia de volverse libro

Era jueves cuando la cabeza de Ernesto se transformó en un libro de tapa rústica y papel lacado, en cuyo lomo apareció grabado su nombre como vestigio de la vieja personalidad. Le disgustó tener que peinarse con raya en medio obligatoriamente, pero le consoló la brillantez que había adquirido tras la conversión; aunque su madre, aterrorizada, lo echó a escobazos de la cocina, él fue capaz de esgrimir una docena de razones para defender su respeto y derecho a la vida -paginada o no-, que si bien fueron ignoradas por ella y el resto de la familia, convencieron al librero del barrio para que lo contratara de relaciones públicas. Así, Ernesto entretuvo a vecinos y foráneos con peroratas y soliloquios, reconquistando su afecto, e incluso conoció a quien después tomaría por esposa, una joven de piel satinada que le dejara el teléfono escrito en la primera página de su cabeza.

miércoles, 15 de abril de 2009

De la voracidad y otros malos hábitos

Durante la noche del Viernes Santo, María Jesús soñó que se comía al Sumo Pontífice empezando por las piernas, mientras éste proclamaba con solemnidad su bendición urbi et orbe en algún idioma que ella desconocía y creyó identificar como latín. Ya de mañana, envuelta en remordimientos -por partida doble, al fin y al cabo el anciano era carne-, intentó vomitar en el retrete metiéndose los dedos por si hubiera quedado en ella algo del Papa, cuyo aparatoso tocado sin duda le había sentado mal. Al dolor de estómago se le sumó el de la menstruación, siempre tan oportuna, pero no se atrevió siquiera a recurrir a sus analgésicos, pues había decidido ayunar en aras de mitigar las consecuencias de su pecaminoso sueño. A media mañana sufrió un vaído y decidió darse un paseo hasta la parroquia donde hiciera la comunión hace muchos años, templo en el que aún ejercía el párroco que la casara con el Señor siendo una niña. Nada más entrar, antes de buscarlo, se santiguó y realizó dos genuflexiones lentas, a modo de penitencia, y aunque le entró un brutal acceso de sed se contuvo de beber el agua bendita, que sólo usó para purgarse la frente. En eso salió el hombre de la sacristía, precedido de dos niños que se miraban con cara de susto, y al verla le indicó con un gesto agrio que la acompañara al confesionario.
- Buenos días, Don Adolfo - se saltó el protocolo de puro nerviosismo.
- Cuántos meses sin visitar la casa donde te comprometiste con Dios - espetó.

- Rezaré dos avemarías, Padre.

- Tres, por el padre, el hijo y el espíritu santo.

- Vengo porque he pecado - le confesó sin saber cómo exponerle el asunto.

- Lo sé -asumió muy circunspecto-. Sólo recurrís al Señor para mendigar su eterna bondad y misericordia. Y aun así Él os perdona, porque sois su rebaño. ¿Cuáles son tus pecados?

- Me averguenza contárselo, Padre...

- ¡Te has deshonrado sucumbiendo a la carne y los placeres, como Belcebú! - bramó.

- Baje el tono... - suplicó -. No, me conservo célibe y pura. El caso es que Lucifer o sus acólitos irrumpieron en mis sueños y me obligaron a acabar con el Sumo Sacerdote.

- ¿Estás diciendo que has asesinado al Obispo de Roma, al Siervo de los siervos? - se puso a temblar.

- Estaba vivo todo el tiempo, en realidad, yo sólo...

- Jesucristo bendito... - le oyó santiguarse compulsivamente.

- He ayunado para purificarme - trató de justificarse María Jesús.

- Eso no tiene perdón de Dios, hija mía.

- Pero si yo nunca...

- Silencio - cortó autoritario -. ¿Cómo has osado cometer semejante pecado? ¿Qué has usado para hacer mártir a nuestro Pontífice? ¡Dime!

- Me lo comí, Padre - dijo con naturalidad-. Crudo, mientras bendecía. Casulla y alba incluidas. La mitra me sentó fatal.

Del otro lado de la rejilla empezaron a surgir ruidos guturales, demoníacos, y María Jesús se asustó. Mientras salía a hurtadillas del confesionario, el párroco estalló y comenzó a gritar enfurecido, condenándola al fuego eterno y leer los evangelios cientos de veces, golpeando las paredes de madera con saña. Cuando ya huía espantada del templo, un ruido seco y atronador le hizo volverse; el confesionario había volcado por las embestidas del anciano, que se encontraba atrapado bajo el amasijo de tablones y seguía intercalando crudelísimas penitencias entre las palabras de auxilio.

De nuevo en la calle, sucumbió a otro desvanecimiento más fuerte y tuvo que sentarse en mitad de la acera. Pasaron unos niños, pero ninguno se inquietó por su gesto desmadejado ni la postura, tan infrecuente en un adulto. Tras ellos venía un joven cura portando en brazos un paquete, quien sí reparó en ella y se interesó por su estado. Preocupado, sin saber bien cómo reanimarla, abrió el paquete y extrajo un fajo de hostias sagradas, que bendijo allí mismo y ofreció a María Jesús preguntándole primero por su fe y nivel de pecados actual.

- Vengo de confesarme, estoy limpia - juró con un hilillo de voz, metiéndose el pan en la boca con ansia.

El sacerdote abrió después una pequeña y lujosa botella que contenía vino de misa, limpió el borde con el hábito y le hizo beber un trago que terminó de devolverle el color a sus mejillas de color talco. Se incorporó ayudada por el religioso, que se inquietó al ver una pequeña mancha de sangre sobre el enlosado.

- ¿Está usted herida?

- No, Padre, es mi periodo.

- Ah - se calmó y avinagró el gesto a la vez -. Entonces debo decirle que me ha engañado, pues sí poseía un pecado de difícil expiación. Tendría que sentirse culpable por no haber utilizado su simiente para engendrar un nuevo cristiano; ahora es como si hubiera acabado con una vida humana. ¿Se da cuenta?

- Pero - comenzó a malhumorarse María Jesús, sintiendo que un jovenzuelo como aquél no debía recriminarle nada por mucho cura que fuera - yo soy célibe y casta. Respeto el cuerpo que me entregó nuestro Señor. ¿No piden ustedes eso cada domingo?

El sacerdote la miró sin saber qué replicar, entornado unos ojillos de ratón asustado. En este instante, de modo providencial, una procesión de Semana Santa apareció doblando la esquina en silencio, portando la talla de una virgen. Delante del séquito caminaban de rodillas dos encapuchados con la espalda al aire, fustigándose. Él aprovechó para girarse hacia ellos y trazó una cruz en el aire a modo de bendición por su incondicional devoción, provocando un gesto orgásmico en las plañideras que daban agua a los costaleros. María Jesús, quien nunca había asistido a aquellos desfiles de gratuita autoflagelación, se horrorizó de pronto y vomitó todo el banquete sagrado que le ofreciera el joven samaritano, cuya sotana salpicó de pequeños fragmentos de lo que parecía una carísima tela bordada.

- Y usted - se dirigió al asqueado religioso, limpiándose la boca y señalando a los penitentes arrodillados - ¿No se sacrifica como nuestros hermanos?

Él arrugó la cara y se recolocó el alzacuellos, incómodo. Después palideció un poco, dio media vuelta sin añadir palabra y caminó en dirección a la iglesia, donde en ese instante entraban apresuradamente dos asistentes de sanidad camilla en ristre. La procesión terminó de pasar, y María Jesús alcanzó a ver decepcionada las manchas de sangre que los devotos habían abandonado sobre el asfalto. Con una mueca de asco, dio la espalda al escenario de tan fanático espectáculo y decidió irse a desayunar con la limosna que siempre le solicitaba Don Adolfo, a pesar de la falta de hambre que le había provocado una fe tan indigesta como la suya.

- Amen - dijo entonces eructando como si acabara de darse un banquete grasiento, con la mirada clavada en el cielo.

lunes, 26 de enero de 2009

Aspirales

Hay dos cosas que no soporto en este mundo: las espirales y el ruido de la aspiradora. Supongo que si ambas confluyeran en algún momento de mi vida -una espiral que al girar produjera ese odioso estruendo-, me vería forzado a ponerle fin en caso de que no lo decidiera ella por cuenta propia, porque muchas vidas poseen un oscuro mecanismo de aniquilación que puede activarse de manera insospechada y sin consultarlo con el dueño. Dicen que la combustión espontánea surge de ahí; son vidas con la calidad de un fósforo y tendencia a arrimarse a la lumbre equivocada, y esto no se refiere sólo a lo físico, pues los peores detonantes cuelgan como una guillotina en cada mente. No se puede agitar un cóctel mal elaborado, porque el resultado nunca será bueno. Volviendo a las espirales, una vez me contó un vendedor de electrodomésticos que esta malformación geométrica no surgió de la propia naturaleza como siempre se había comentado -denigró con descaro la perfección de los huracanes y remolinos acuáticos-, sino que el ser humano la fue generando de modo absurdo por su manía a simplificar lo que veía. Es decir, por ejemplo, que ante una deliberada disposición de círculos concéntricos, el hombre tendía a unirlos inconscientemente; a partir de esa base, a multitud de teóricos se les empezó a llenar la boca con la expresión "la vida es una espiral sin sentido", pero curiosamente a ninguno de ellos se le ocurrió buscárselo. Tanto me intrigó la teoría del vendedor que sentí la perentoria necesidad de preguntarle por sus odios más acérrimos, aquello que le desquiciaba proverbialmente. Él, al oír la cuestión, se atusó el cuello de la camisa y contestó muy envalentonado que la única cosa que no lograba soportar era una calabaza flotando en un río -al parecer toleraba la suspensión en cualquier otra masa de agua-. Quise indagar en esa rara fobia, pero él empezó a impacientarse y a insistir en si pensaba comprar o no la aspiradora por la que había preguntado. Sus pocos modales, junto con la envidia rabiosa que me provocara tan poco corriente aversión, hicieron que perdiera los papeles y terminé arrojándole el aspirador a la cabeza hecho un basilisco, justo antes de salir como una flecha por la puerta automática del establecimiento. Después me sentí bastante mal y acabé en un bar próximo tomándome un chato de vino para aplacar la culpabilidad, mientras maldecía en voz baja que pudiera decirse tanto aspirador como aspiradora -la ausencia de un género concreto era la tercera cosa que más podía aborrecer-. Al rato entraron dos personas comentando la agresión que había tenido lugar en la tienda de menaje del hogar contigua; que si el dependiente sin sentido, un lunático de dos metros, que al huir había intentado tocar a unos niños... Me alegró que la descripción no encajara conmigo, pero sobre todo disfruté oyendo de sus bocas las primeras declaraciones del impertinente vendedor, quien nada más recuperar la consciencia aseguró haber visto espirales girando en el vacío. Apuré los posos del vino y me fui sin pagar, satisfecho de la doble tropelía, aunque algo asqueado porque los testigos tenían pinta de hermafroditas muy poco concretos. Como hacía sol me pareció apropiado ir caminando a casa y evitar la sauna móvil que era el autobús ya desde temprana primavera, pero esa decisión, a priori inocua, me condujo a un fatal hallazgo; cuando avanzaba en dirección al centro, observé que en el riachuelo paralelo a la carretera flotaba inerte una pequeña calabaza naranja de vetas verdes. Enseguida me acordé del vendedor contuso, y en pleno acceso de compasión descendí hasta a la orilla para cogerla en brazos cual vulgar Moisés, por si al pobre se le ocurriera pasar por allí y encontrarse con la cucurbitácea perdida. No tardé mucho en arrepentirme; la hortaliza pesaba como si estuviera llena de plomo y despedía un hedor a cieno repugnante, además de empaparme la camisa de agua sucia. En cuanto llegué a casa la solté -sin saber por qué demonios no me había deshecho de ella por el camino- con tan mala suerte que resbaló desde la mesa de la cocina y cayó al suelo estallando en incontables pedazos de color ámbar. Estaba seca y medio podrida. Me puse nervioso a causa del estropicio y busqué la escoba, sin éxito, lo que me obligó a recurrir a la aspiradora para eliminar los restos de aquella masacre vegetal, sin que pudiera recordar tampoco de dónde había salido tan abominable artefacto. La conjura de su estruendo y los efluviuos casi venenosos de la calabaza me reportaron unas náuseas incontrolables, tanto que acabé por inclinarme sobre el inodoro a vomitar con el dinamismo de un bulímico experimentado, sin aspavientos. En el agua se formó una película granate a causa del vino del arrepentimiento, y aunque no me asqueó ni molestó acabé pulsando el botón de la cadena para dar buena cuenta de ella. El líquido comenzó a girar violentamente hasta convertirse en una espiral perfecta, mareante, horrorosa, casi tanto como el rugido de la cisterna, de súbito terriblemente parecido al del aspirador -u aspiradora-. Entendí entonces que aquel era el preciso y concretísimo instante previo a mi fin, y todo se volvió de color naranja intenso. Cuando me desperté estaba tendido sobre el suelo de un gran almacén de electrodomésticos, rodeado de tostadoras, exprimidores de cítricos, planchas de pelo y depiladoras, a los pies de dos hermafroditas que me miraban consternados, como si un gigante acabara de golpearme con todas sus fuerzas.