martes, 22 de mayo de 2007

Lo más probable es el adiós

Cuando ellos se quedaban quietos y abrazados, el mundo los usaba de vértice para poder girar. Era la doble condena; soportar otro peso, además de la distancia, y favorecer al tiempo que cuanto estaban juntos corría a grandes zancadas y al separarse volvía farragoso el caminar. Los brazos suyos apenas habían aprendido a anudarse entre sí durante los dos años que habían transcurrido desde aquel día gélido, cuando se fundieron por primera vez junto al puerto moteado de gaviotas y melancólicas sirenas roncas, junto al barco que ahora, como tanta otras veces, le devoraba a él para vomitarlo en un puerto distinto y vacío, un puerto sin ella. Sabían muy bien que después de cada encuentro lo más seguro era el adiós.

Desde la cubierta agitaba su mano casi desmayada, y ella, cariacontecida, abandonada en el muelle, repetía el gesto. Los movimientos eran precisos, calcados, como los dos mundos de un espejo, y parecían imitar la rutina de eliminar el vapor desplegado en la superficie para verse bien, porque mirándose el uno al otro se veían a ellos mismos en realidad -ya habían alcanzado la máxima dimensión del amor-, y parecían también decir algo, decían: «No, no te olvidaré».

Los estibadores, ajenos a la despedida, arrastraban pesadas cajas mohosas sobre el suelo empapado, y el gentío rumoreaba incomprensiones a gran volumen. Ninguno, ni al unísono, superaba el ruido que el silencio entre ellos les generaba en sus mentes. A él se le ocurrían decenas de cosas para gritar desde la altísima barandilla, a ella también, mas no lo hacían, porque creían haberse dicho todo ya. Lo que nunca, jamás se decían, era «Adiós», pues pronunciarlo suponía asegurar: «Ya no volveremos a vernos». La palabra más probable ni siquiera formaba parte de su vocabulario.

Se abrazaban, se besaban, y el último beso lo guardaban siempre para la próxima vez. Cada una de ellas, según subía por la escalerilla, iba recordándolos todos, pues olvidar uno solo era para él como tragar puñados de ceniza.

jueves, 17 de mayo de 2007

La nula indulgencia de Cronos

Cargarse otro año a las espaldas es una mera conclusión del anticipo que recibimos varios meses antes; no llegan de pronto los achaques, no se desvanece súbitamente la memoria, pero pesan cada vez más, aunque evitando cumplirlos en vano, siempre rodeados de quienes allí han de estar, y sin bajar la vista por miedo al rostro deslumbrante del futuro, suponen pasos correctos. Nada cambia, sólo dígitos superfluos en documentos o preguntas de rigor. Sí, veintitrés primaveras, veranos, otoños, inviernos, 1200 semanas, más de 8000 días... desde lejos todo parece más monstruoso. Ahora no es para tanto.


Uno se siente igual que el día anterior a su cumpleaños. No obstante, echando la vista atrás se puede ver la evolución del ser que todos sufrimos y, al menos en mi caso, las cosas positivas del pasado suelen prevalecer sobre las que provocaron algún mal. Bueno vale, ahora me fallan las rodillas cuando subo las escaleras del metro, se me ve el cartón, el lumbago asoma el hocico e incluso se me agota antes la paciencia, pero también aparecen nuevos aspectos que imprimen ilusión a todo.


Noto que he ganado en observación, que mi modo de aprehender y analizar se ha enriquecido, veo más allá, más matices, y aprendo a valorarlos. El otro día fui capaz de disfrutar al ver a una anciana comiendo un helado con avidez mientras caminaba casi a trompicones hacia un banco, donde se sentó a dar buena cuenta de él y pasar el rato. Reconocí su actitud como una de esas 'pequeñas cosas' a las que cada vez doy más importancia, como leer tranquilamente en la calle y levantar la vista para contemplar a la gente mientras pienso cuántas historias podrían escribirse de cada uno de ellos, o mirar la luna y las estrellas con deleite como si la noche siguiente ya no fueran a estar allí, o decirle a una desconocida lo primero que se me pase por la cabeza al verla pasar. Hasta me hizo gracia ver a dos nauseabundas palomas pelearse por posarse sobre un cartel -había sitio para las dos-, pues evocaban los defectos propios de los humanos y pensé que tal vez fueran más parecidas a nosotros de lo que pensamos.


Lo mejor de cumplir fue, sin duda, hacerlo junto a los que deben estar siempre más cerca que lejos. Lo peor, cumplirlos sin los que no pudieron venir, especialmente los que dentro de poco no veré tanto como hasta ahora, pero a quienes mantendré no cerca, sino en pleno centro de la memoria. Son de las cosas que no cambiarán por mucho que insista el tiempo. Todo lo que acabe dará pasó a lo nuevo, lo inmaculado, aquello por estrenar. En momentos así, cuando más difícil es reír, más falta hace la risa.


Os agradezco a todos formar parte de mí.

miércoles, 9 de mayo de 2007

El óbito de la flor peluda

Ostentará, seguramente durante mucho tiempo, un récord erigido sobre tristes cimientos. ¡Cuántos se han ido ya, cuántos yacen aun bajo el sustrato, sus cuerpos exánimes y corruptos! Tantos años que ahora parecen pocos, años que por fortuna han hecho asimilable la pérdida, por naturalidad. Cada cual podría encajar el golpe de una forma distinta. ¿Qué dirían algunos, al azar, cómo lo percibirían? Ejemplos:

Vicente Aleixandre: Y acabó el bogar de la ya no viva cobaya o coneja o compañera desmelenada.

Carpanta: ¡Ha muerto, la pobre! *
*(Una boca menos que alimentar y más carne en el cocido...)

Barriobajero: ¡Me se ha morido la rata!

En otros términos, el otro día falleció nuestra sufridora cobaya Margarita. No es noticia que una mascota fine en mi casa, pero este caso es distinto, pues como digo ella ha estado con nosotros más que cualquier otro animal, y ha sido la primera en morir cuando la naturaleza ha ordenado, de pura vejez. A más años de compañía más se suele echar de menos al ausente, innegablemente, pero ¿acaso no aplaca un poco el dolor saber que era realmente inevitable? Será raro no oírla chillar pidiendo su dosis de lechuga, lo extrañaremos, y no obstante la nostalgia se confundirá con una sonrisa al recordar todo el tiempo que nos acompañó, aunque a veces no le hiciéramos excesivo caso. Fue peor el atropellamiento de mi último perro o el suicidio despendolado de mi primera hurona, porque no era el momento ni nos lo esperábamos.

La última semana asistimos a su pérdida de apetito, su lánguida expresión tras los barrotes, sus nulas ganas de moverse. Sí, se veía venir, y eso ayudó a edulcorar el mal trago. ¿Qué podíamos hacer, sino esperar? ¿Duele la muerte por edad en un roedor, duele acaso en los humanos? ¿Sufrió? ¿Suplicaba tal vez algún tipo de eutanasia con aquellos ojos vidriosos que apenas lograban sostener una mirada? Ella sabía mejor que nadie la proximidad de la última estación. Cuando acariciaba con el dedo índice el remolino de su cabeza ya no temblaba. Antes sí, a veces de miedo a veces de gozo -no distinguía entre una y otra sensación, pero sé que no era siempre la misma-. Ni siquiera... ¿cómo se llama el ruido que hacen las cobayas? Bueno, digamos que no emitía sonido alguno. Daba lástima contemplar su cuerpo apagado, pues sin duda conservaba intactas las ansias de corretear y mordisquear el bebedero. Si he de pasar por ese estado antes de irme, espero sea descaradamente efímero.

El sepelio fue discreto. Como dije antes, por toda mi asilvestrada parcela hay mascotas enterradas: hamsters, jerbos, cobayas, erizos, tortugas... Algunas fueron sepultadas cuando ni siquiera habían construido la casa; llevan aquí más tiempo que yo. Reconozco que no me acuerdo de dónde están la mitad de ellas. A Margarita, en cambio, la enterramos en un sitio que difícilmente olvidaremos, bajo un improvisado mosaico de grava y flores arrancadas que se marchitaron al poco en señal de duelo. Por alguna extraña razón, las margaritas que depositamos fueron las últimas en quebrarse. Afortunadamente, el sol lució en todo momento sobre nosotros, manteniendo alejada a la lluvia que habría hecho demasiado deprimente el rito funerario. Y así nos despedimos de ella, sin la tristeza de un óbito inesperado, aunque sí con la desazón que nos produjo verla sometida al atroz rigor mortis. Pero eso forma siempre parte del plan de Tanatos.