Cuando ellos se quedaban quietos y abrazados, el mundo los usaba de vértice para poder girar. Era la doble condena; soportar otro peso, además de la distancia, y favorecer al tiempo que cuanto estaban juntos corría a grandes zancadas y al separarse volvía farragoso el caminar. Los brazos suyos apenas habían aprendido a anudarse entre sí durante los dos años que habían transcurrido desde aquel día gélido, cuando se fundieron por primera vez junto al puerto moteado de gaviotas y melancólicas sirenas roncas, junto al barco que ahora, como tanta otras veces, le devoraba a él para vomitarlo en un puerto distinto y vacío, un puerto sin ella. Sabían muy bien que después de cada encuentro lo más seguro era el adiós.
Desde la cubierta agitaba su mano casi desmayada, y ella, cariacontecida, abandonada en el muelle, repetía el gesto. Los movimientos eran precisos, calcados, como los dos mundos de un espejo, y parecían imitar la rutina de eliminar el vapor desplegado en la superficie para verse bien, porque mirándose el uno al otro se veían a ellos mismos en realidad -ya habían alcanzado la máxima dimensión del amor-, y parecían también decir algo, decían: «No, no te olvidaré».
Los estibadores, ajenos a la despedida, arrastraban pesadas cajas mohosas sobre el suelo empapado, y el gentío rumoreaba incomprensiones a gran volumen. Ninguno, ni al unísono, superaba el ruido que el silencio entre ellos les generaba en sus mentes. A él se le ocurrían decenas de cosas para gritar desde la altísima barandilla, a ella también, mas no lo hacían, porque creían haberse dicho todo ya. Lo que nunca, jamás se decían, era «Adiós», pues pronunciarlo suponía asegurar: «Ya no volveremos a vernos». La palabra más probable ni siquiera formaba parte de su vocabulario.
Se abrazaban, se besaban, y el último beso lo guardaban siempre para la próxima vez. Cada una de ellas, según subía por la escalerilla, iba recordándolos todos, pues olvidar uno solo era para él como tragar puñados de ceniza.