domingo, 4 de mayo de 2008

Esa cosa nostra...

Unas pocas horas delante del ordenador bastaron para organizar y dar forma a nuestro periplo Siciliano; hostales, rutas, billetes de autobús, de avión, facturación... Intentamos mandarnos a nosotros mismos por fax, pero cuando se nos ocurrió ya habían cerrado todos los cibercafés, y en los coffee-shop nos proponían viajes de otro tipo, lo que nos era poco útil en ese momento. Llegamos a Bremen tras padecer un absurdo y poco ortodoxo control de aduana por parte de dos incompetentes guardias alemanes -¡Viva la Europa sin fronteras!-, a quienes les bastó vernos jóvenes y provenientes de Holanda para preguntarnos por hipotéticas posesiones de estupefacientes y sustancias aturdidoras, e incluso revolver en nuestra bolsa de comida como perros hambrientos (pastores alemanes, dedujimos). En la terminal, tan pequeña que dudamos si era tal o una maqueta levantada para entretener a los viajeros, nos tocó esperar dos horas más de lo previsto por unas prácticas militares que estaban teniendo lugar en el aeropuerto de Trapani, nuestro destino en la isla hostigada por la bota transalpina. No dijimos nada por si los causantes de las prácticas eran los mismos teutones que nos habían olisqueado los pasaportes y la entrepierna, como buenos sabuesos, y tras la demora y el viaje de rigor tomamos tierra en otra terminal tanto o más exigua, impregnada de la dejadez caótica italiana en lugar de la pulcritud minimalista de los germanos. Media horita adicional de autobús y llegamos a la ciudad en sí, cuya estación, tranquila en la noche, se preparaba para el jaleo diurno. Nos dejamos guiar hasta el hostal por una políglota anciana de la propia Bremen que también se alojaba allí, a la cual llevé amablemente la maleta en agradecimiento por hacer de lazarillo, si bien pronto vería que hubiera sido más apropiado endosarle mi mochila, y no al revés. En el corto paseo no nos pasó desapercibida la decadencia de la urbe, portuaria y confiada a la exportación de sal, ni el grasiento aspecto chulesco de nuestro posadero, que nos condujo escaleras de caracol arriba hasta nuestra estancia, la más alta, en plena azotea, acogedora. Cenita improvisada en la cama y a recargar baterías. Madrugón relativo, estiramientos entre los tejados que evitaban mirar a las fachadas que los sostenían, desconchadas por el salitre, despedidas y desayuno incluido en una cafetería próxima. Café italiano y emparedado, creo que una de mis primeras experiencias con el popular bed&breakfast, del que me he hecho fan. Así nos echamos a la calle, donde al rato nos encontramos a nuestra guía recorriendo el paseo marítimo con ritmo militar, y a quien seguimos a duras penas por las callejuelas plagadas de iglesias, que se quedaban pequeñas para alojar la verborrea de la inagotable y canosa caminante, incansable y solitaria viajera, suficientemente autosuficiente, madre de una hija que hablaba ocho idiomas enyugada con un descendiente de los reyes de Nápoles, Decidimos llamarla Doris, pues no existía tiempo entre sus historias para preguntar por el verdadero nombre. Nos desprendimos de ella en la oficina de turismo, después de desestimar una incursión a las ruinas de Selinunte por incompatibilidad de transbordos. Acopio de provisiones y cerveza y de nuevo al bus; tres horas hasta la próxima parada, Agrigento, al sur de la isla. Un agradable calor mediterráneo nos recibió en la estación y acompañó por entre las estrechísimas calles que brotaban de la Vía Atenea, avenida principal. Un amable y rollizo lugareño nos atendió en la oficina de turismo, aunque perdimos parte de la información por mirar embelesados las peculiares malformaciones que se arracimaban en sus lóbulos, a modo de uvas cerúleas. No tardamos en dar con el hostal, escondido en un callejón de apenas un metro. Cordialísimo recibimiento e invitación a café, en una casa típica de aspecto renovado, con una habitación que ya quisieran muchos hoteles. Y por treinta cochinos euros. Al salir a curiosear conocimos al dueño -cuyo nombre he olvidado-, quien sirvió más café y se ofreció gentilmente para mostrarnos la ciudad al caer el sol. Decidimos recorrerla a nuestro aire, algo escamados ante tanta hospitalidad, y resultó delicioso perderse por los laberintos de casas e iglesias de arenosa apariencia. Agrigento es una ciudad con vidilla, encanto, una combinación de idiosincrasia pueblerina y lavado de cara turístico, que mezcla comercios de moda al último grito -indispensable para los italianos- con talleres de oficios de antaño en los que se trabaja al margen de las tendencias. Birra fresca y cena de pescadito en un recóndito y típico restaurante, con truffato poco casero de postre. Por la mañana más café y tostadas, incluidas en el irrisorio precio, e interesante charla con el propietario, de profesión fotógrafo y periodista, bien querido por sus colegas de Il corriere della sera y bien odiado por la mafia siciliana, a la que no le agradan sus intentonas de evidenciar lo descabellado y corrupto de crear industrias del gas en el Valle de los Templos. Intercambio de e-mails y directos a dicho valle, situado a la entrada de la ciudad, donde los restos de la necrópolis se torran al sol y los turistas desembolsan ocho euros para verlos, cuatro si se es joven o estudiante de ciertas disciplinas, entre las que no se incluye arquitectura, por causas desconocidas. Abalorios africanos, perdidos entre las piedras, foto con turistas japoneses, sorbete de limón y de vuelta a por los bultos, bien custodiados por nuestro compañero de profesión, si es que aún se lo permiten ser. Un par de horas en el autobús, diluidas en cabezadas, y nos inyectamos de lleno en el corazón de la alocada y caótica Palermo, un desorden sin parangón. Motos desbocadas con jinetes a pelo descubierto, coches desbordando la capacidad de los carriles, ciclistas temerarios poseídos por la locura del asfalto, peatones cruzando por sitios inverosímiles... Tan sólo los perros, inmunes al estrés y la estupidez, yacían desperdigados por las aceras en las pocas sombras que ofrecía aquel día casi estival que nos recibió. A esta vorágine enloquecedora se sumaba la manía de los lugareños -e italianos en general- de no bajar jamás de los cien decibelios, un hecho tan grave que han decidido retirar definitivamente el verbo susurrar de su vocabulario. Siendo éste un rasgo fundamental por el que se reconoce a un transalpino, ni mucho menos se puede ignorar la nueva tendencia de los púberes: esclavizarse incondicionalmente a la moda y la frivolidad de la estética. Y es que ni uno solo de ellos se pasea sin un peinado especial y llamativo, recién salido de la pasarela Milán, y por supuesto jamás sin atuendos a la altura: vaqueros ajustados, abrigos hinchados y con pelo sintético -aunque una veintena de grados invite a lo contrario-, camisetas entalladas con motivos que señalan un estado de pseudo-rebeldía que no se veía desde la eclosión del Pop Art, y sin olvidar nunca las popularísimas gafas de mosca (sucedáneos de Ray-ban por lo general), que indefectiblemente han de ocultar la parte superior del rostro y no deben ser retiradas bajo ningún concepto, ni de noche, sólo para limpiarlas y cuando no haya nadie alrededor. Al margen de esta peculiar e incipiente idiosincrasia (y juraría que gran parte de los jóvenes allí presentes eran peninsulares de visita), se respiraba un ambiente bastante mediterráneo, con vetas del norte de África, bien humorado y alegre, síntoma inequívoco de la presencia del cromosoma latino. En muchos comercios y restaurantes se podía entrar dando a gritos los buenos días o tardes y ser atendido como en el bar de abajo de toda la vida. En los barrios que flanqueaban algunas arterias principales se percibía ese africanismo del que hablo; bien podrían ser muchos replicas insulares de Tetúan, Hammamet o Nueva Delhi -aunque no he estado-: bloques de casas a medio habitar, deteriorados y sucios, igual que las calles, angostas, lóbregas, destilando pobreza y al mismo tiempo un sabor que hace de Palermo un rincón pintoresco y digno de recorrer. Por aquella maraña de pasadizos ennegrecidos y terrazas con inacabables catálogos de objetos colgantes, y tras una cena con la pasta de rigor, encontramos el barrio de marcha, Ballaro, underground in-extremis, donde los italianos hipermodernos se sustituían por otros más desaseados y hippies, sentados en cajas de cerveza y bebiéndose la misma, bailando a las órdenes de una disc jockey callejera, entre perros desatendidos, obras, coches inoportunos, inmundicia y menudeos de hierba. Inigualable. Hubo que volver antes de lo previsto por las exigencias de los recepcionistas, estrictos e inflexibles con lo horarios nocturnos. El de Palermo fue el único hotel que visitamos, y además de ofrecer la peor habitación de las cuatro, la única sin baño, el desayuno brilló por su ausencia. Éste nos los procuramos a la mañana siguiente antes de seguir contemplando su inmenso bagaje arquitectónico, algo repetitivo a la sazón, pero sin duda interesante. Regalitos y recuerdos, muchas fotos, helado de limón y chocolate, comida en la terraza del simpático Enzo, mortadela siciliana y a hacer la digestión al puerto. La gama de azules del mar y el paseo contrastaba con el verde brillante de la pradera colindante y la decoración colorista de unas camas de cerámica instaladas para el reposo o el amor. Allí nos reclinamos unas horas, las que nos quedaban hasta enclaustrarnos de nuevo en el autobús, y disfrutamos del sol, los niños volando cometas, la brisa marina y el rumor de las olas: era el oasis de Palermo. Pero hubo que regresar a por las mochilas y volver a Trapani, donde nos esperaba un posadero bastante impuntual y salado, que nos dejó en una habitación estupenda que apenas pudimos aprovechar, pues de madrugada la abandonamos en dirección al aeropuerto, de donde salimos volando, como volando se pasó el viaje, cual última voluntad sobre el patíbulo

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Te juro que cuando te leo,me teletransportas a los lugares que visitas.Conozco un poquito de Italia por el viaje de fin de curso, y me encantó. Tienes que escribir más por aquí y seguir deleitándonos con tus descripciones, dignas de un pintor impresionista.Bsotes!!

Nacho dijo...

Mmmm es cierto tengo esto un poco abandonado... últimamente me atrae más teletransportarme a cualquier sitio que enfrentarme al páramo, jeje. Muaks!