viernes, 10 de julio de 2009

El abominable hombre de las rosas

Me refugio en la calle de la angostura hecha piedra, apenas un pasadizo abandonado en mitad de Barcelona. Sí quisiera recorrerlo en postura de crucifixión, seguramente me viera obligado a cruzarme de brazos y aerodinamizarme para ganar el otro extremo, donde nace una plazoleta decadente en la que conviven turistas exploradores y nativos de perfil circense. Los mossos pasan furtivamente por la zona, como quien padece un sueño y vuelve a la rutina sin alteración alguna.

Podría decirse que vivo emparedado en un gran pasillo, lo que no significa ni mucho menos que ya sea pasto de la claustrofobia; tan sólo me inquieta pensar cómo habría sido la estancia de haberme hallado al otro lado del corredor. Cuando me asomo a él, la primera idea que me aborda es la de salvar la barandilla y saltar a la cornisa del edificio adyacente, peligrosamente cercana, aunque si no lo hago es por el miedo a introducirme en un mundo excesivamente distinto. Sé, de buena tinta, que la pequeña atmósfera de la callejuela es en el fondo tan densa porque su razón de ser es la de separar dos dimensiones enfrentadas. Frente a mi ventanuco se ubica una habitación extraña, casi siempre eclipsada por toallas tendidas, donde día tras día un descarado paquistaní arracima las rosas que ha de ir a vender por la Rambla, y aunque podría alargar el brazo para robarle una y abofetearlo por espiarnos cada noche, soy consciente de que en realidad pertenece a un mundo tan remoto que jamás podría tantearlo mediante gestos terrenales y convencionales.

Si el primer día me hubiera equivocado de portal, tal vez me hubiese convertido en él, y ya estaría incordiando con flores baratas sin aroma alguno a los tortolitos que pasean en dirección a la Barceloneta. Y tendería las toallas chapuceramente y miraría de reojo al vecino del edificio próximo, que estaría devolviéndome la mirada y pensando de dónde demonios puedo sacar tantas y tan deplorables rosas.

Por ahora no quiero saber más de ese universo; lo que he descubierto de él hasta el momento ya me parece excesivo. Creo que ahora bajaré al paseo, y si le veo con su cadáveres de jardinería, no creo que pueda evitar señalarlo inquisitivamente como si acabara de bajar de un platillo volante.

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